Estaba tratando de juntar unas líneas, buscando no pensar en esta tragedia humana que todos los días nos arrebata a alguien, unos más cercanos, otros desconocidos, pero todos tan frágiles y vulnerables frente a un virus que desnudó todas nuestras desgracias.
De momento, el sonido del teléfono rompió la armonía de mi habitación y una voz, entre sollozos, me dijo sin anestesia: “se murió John Bayron”. Era mi hermana y quien acababa de morir era uno de esos amigos de infancia, de juventud y de adultez, alguien que burló de todas las formas la asustadora muerte, pero no al implacable coronavirus. A borbotones aparecieron los recuerdos y, claro, las lágrimas asomaron en los ojos como testigo del dolor y la incertidumbre.
No encontraba de nuevo las palabras que se habían esfumado, pero esa capacidad de supervivencia que tenemos como seres humanos se levantó entre dos imágenes que no he podido diluir desde que las vi, ambas con diferencias de tiempo tan exiguas como las que separan la vida de la muerte. La alegría del dolor.
Esas dos imágenes hablan del valor de la vida y de lo grande que somos cuando dejamos salir, espontáneos, lo que realmente nos hace humanos. Me refiero al amor por el otro, por los otros, que es lo mismo que el amor por nosotros mismos.
La primera es la del ganador del World Press Photo 2020, el reportero danés Mads Nissen, titulada “El primer abrazo”, que muestra el momento en que una enfermera, arropada por un traje plástico, puede tomar entre sus brazos a una paciente de 85 años después de varias semanas de aislamiento y cuando la pandemia seguía cobrando la vida de miles de personas en Brasil.
La otra imagen es la de unas enfermeras que todos los días amarran dos guantes de látex y los unen en uno solo después de llenarlos de agua tibia que sacan de la ducha en un hospital en Brasil, donde atienden a los pacientes que llevan semanas o meses solos, aislados por el COVID-19, sin posibilidad de recibir una voz de aliento o una caricia de sus familiares. Las enfermeras llaman ese conmovedor invento “manitos de amor”.
Y no resulta casualidad que ambas imágenes hayan sido captadas en Brasil, el país más golpeado por la pandemia y el lugar donde un presidente, Jair Bolsonaro, se niega a reconocer que el virus es más fuerte que su soberbia y su prepotencia. No es casualidad tampoco que sean esas imágenes las que nos devuelvan nuestra capacidad de asombro y de amor por la vida.
Un chaleco de plástico y dos guantes de látex como extensión del corazón. Sí, de un corazón que no parece ser igual para todos, pero debería. Y digo debería, porque no dudo en que todos necesitamos en estos momentos de algo que nos permita conectarnos con los otros. Sobre todo, con quienes no encuentran motivos suficientes ni convincentes para parar unos segundos, así no suene el teléfono, y pensar si tenemos un corazón tan grande como el que se anida detrás de un chaleco de plástico y espera paciente para abrazarnos.
O un corazón que no se diluye nunca bajo el agua tibia que sale de las duchas de un hospital y se convierte en una enorme bomba cálida, que nos dice que ahí está la vida a fuego lento, así los aparatos médicos nos adviertan que, cerquita, también está la muerte. Como la de John Byron, y la de tantos otros que ahora no están de cuerpo presentes, pero seguirán inmortales en nuestros recuerdos, porque ellos son las fotos del corazón.