La llama sigue ahí. No se apagará hasta que en el mundo no haya una sola arma nuclear. Sobre la explanada y al lado de un camino perfectamente enmarcado por un jardín, cortado con perfección milimétrica, una decena de niños, de no más de 7 u 8 años, se detienen y hacen una reverencia. El silencio aturde en el lugar. Después de dejar tres ofrendas florales, los escolares bajan sus cabezas en señal de profundo respeto y abandonan el sitio. El fuego vuelve a moverse caprichoso. Esta vez, sin nadie que lo observe de frente.
La mañana es lluviosa. Son las diez y la ciudad, cubierta por un cielo plomizo de octubre de 2019, se mueve organizadamente rápido. Los buses se estacionan en orden sobre un parqueadero que ocupa casi unas dos cuadras y cientos de niños, todos con uniformes impecables y loncheras, hacen una fila de cien metros que desemboca en el ingreso del Museo Memorial de la Paz en Hiroshima (Japón). En la urbe no se siente el ambiente que vive el país oriental por ser sede de la Copa del Mundo de Rugby.
El edificio, construido en 1955, y remodelado a mediados de los noventa, es una construcción gris, sobria, de cuatro pisos soportados por columnas amplias y hace parte del memorial creado en esta ciudad japonesa para conmemorar y nunca olvidar el holocausto causado, el 6 de agosto de 1945, cuando el ejército de los Estados Unidos lanzó la bomba atómica que mató a unas 150.000 personas y que, junto con la bomba de Nagasaki, tres días después, marcó el final de la Segunda Guerra Mundial.
El museo
Al ingresar al museo, los escolares bien organizados oyen atentos las indicaciones de los guías, y el recorrido conduce a los visitantes de manera lenta, pero segura y decidida, hacia una entrada en los pisos posteriores.
El pasillo se estrecha frente a una pared negra y sobre el muro la figura de un reloj de pared, que ya no corre más, señala una hora clave: las 8:15 de la mañana. Más abajo hay una fecha: 6 de agosto de 1945. Ese fue el momento preciso en el que el bombardero B-29, el tristemente célebre Enola Gay, dejó caer la bomba atómica sobre Hiroshima y mató en el acto a unas 75.000 personas. Cerca de 85.000 más murieron a partir de ese día por causa de la radiación y las quemaduras.
La primera bomba atómica de la historia de 4,5 toneladas de peso y unos 64 kilogramos de uranio, que cayó a unos 600 metros del museo, generó olas de fuego de entre 3.500 y 4.000 grados centígrados y vientos radioactivos que arrasaron con unas 66.000 edificaciones.
Así lo muestra, de manera clara una cartografía interactiva (mapping) que se exhibe, después del reloj mencionado anteriormente, en un círculo de unos cinco metros diámetro. Ahí se reconstruye, ante las miradas tristes de visitantes de todo el mundo, la caída del explosivo y la devastación que dejó sobre la ciudad.
“Menuda putada la que le hicieron a esta gente. Es un horror que hayan matado tantas personas inocentes”, atinó a decir Alberto Cerezo, turista español, tras contemplar el mapping.
En el recorrido por el museo se aprecia, además, una completa colección de artículos personales de lugareños que murieron tras la explosión. Entre esos hay una muestra de dedicada a los niños con vestidos, juguetes y artículos de uso personal. Además, centenares de fotografías del antes y el después de la ciudad, que por esos días tenía unos 300.000 habitantes.
Una de las piezas, especialmente impactante en la exhibición, es la sección de un escalón de un edificio, en el que un lugareño estaba sentado en el momento de la explosión y su sombra quedó marcada debido a la radiación. También está, entre miles de artículos, una sección dedicada a las cartas que los alcaldes de Hiroshima han enviado a los gobernantes de los países que han realizado pruebas nucleares desde 1945 a la fecha.
El memorial
El recorrido por el museo, que se hace en unas tres horas, en una visitada acotada, es solo una parte del Parque Memorial de la Paz de Hiroshima, que ocupa unos 120.000 metros cuadrados y está ubicado en una zona que antes de la bomba fue el centro de la ciudad, en el sector que se conocía como Nakajima. Afuera del edificio, el complejo está integrado por nueve puntos conmemorativos esparcidos en una especie de isla bordeada por brazos del río Honkawa.
Del memorial hacen parte los dos pabellones del Museo de la Bomba Atómica, el Centro de Convenciones de Hiroshima, el Monumento a las Víctimas Coreanas de la Bomba, el Monumento a la Paz de los Niños, el Cenotafio en Memoria de las Víctimas, el Estanque de la Paz, el Monumento de dedicado al poeta Toge Sankichi, el Pabellón Nacional Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, la Cúpula Genbaku, los árboles Aogiri, que sobrevivieron a la bomba y fueron trasplantados al lugar; y el Monumento la Antorcha de la Paz.
A una cuadra de este último punto, cruzando el puente Motoyasu, está el epicentro de esa explosión, que dejó un desierto de desolación de unos 12 kilómetros a su alrededor. Hoy a su lado funciona la Clínica Shima.
Unos 150 metros hacia el norte, por los mismos caminos delineados por jardines perfectos, la Cúpula Genbaku refleja aún los horrores de la guerra. Esta es una de las pocas estructuras que se mantuvo en pie y fue declarada como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1966.
Grullas de origami
El edificio fue construido en 1915 y usado como un pabellón industrial con oficinas gubernamentales. Fue dejado en pie para recordar los horrores causados por la bomba y su perímetro es custodiado con alarmas.
Otro de los lugares que impactan en el memorial es el Monumento a la Paz de los Niños. Este también es conocido como el ‘Monumento de las mil grullas’ o el ‘Monumento de Sasaki Sadako’. Hasta ese lugar, localizado en el extremo norte del complejo, llegan miles de niños japoneses para ofrendar dibujos y grullas de origami en memoria de miles de menores de edad asesinados con la bomba y para recordar a la niña Sasaki Sadako.
Ella, a los 10 años del estallido de la bomba, fue diagnosticada con leucemia por la radiación y se aferró a una antigua creencia japonesa que asegura que si se elaboran 1.000 grullas de papel los males se terminan. Sasaki alcanzó a fabricar unas 1.300 animalitos hasta con los envoltorios de sus medicinas. Murió dos meses después de que se descubriera su padecimiento.
“Es muy triste saber que tantos niños, que tanta gente murió en un hecho como este. Uno no se alcanza a imaginar el dolor de este pueblo”, atinó a decir Julián Sanclemente, turista colombiano.
La mañana de un jueves de octubre de 2019 sigue fría y lluviosa en Hiroshima. Las gotas dejan su estela sobre las aguas del río Honkawa. Y los escolares vienen y van respetuosos por el parque memorial. Una pareja de ancianos se acerca al Monumento Antorcha de la Paz. Solo los separa de la lluvia un viejo paraguas café. Hacen una reverencia profunda y sentida. De sus bocas sale una especie de canto muy bajo que casi no se oye. Unos minutos después, terminan de dar sus respetos a las víctimas y también se van. Sus pisadas dejan estelas en los charcos que ya se forman sobre las placas de cemento del piso.
Hoy, diez meses más tarde de esa lluviosa mañana japonesa, los 75 años del holocausto de Hiroshima no se pudieron conmemorar como lo había planeado el gobierno de Japón debido a la pandemia. Los homenajes fueron sobrios y con muy poca gente el pasado 6 de agosto de 2020. También sin el público esperado, pero muy sentidos, los de este 29 de agosto, Día Internacional contra los Ensayos Nucleares.
Aunque los homenajes no fueron concurridos este año, la llama sigue ahí. Perenne hasta que de la faz de la tierra desaparezcan las armas nucleares. Tal vez sea una quimera. Ojalá que no. El fuego, como un estandarte, seguirá danzando en el Memorial de la Paz de Hiroshima para recordar que la barbarie no es el camino. Y como dice la piedra que hay en el Cenotafio, en la que están grabados los nombres de unas 300.000 personas víctimas de las armas nucleares en todo el mundo: “Descansen en paz… No permitiremos que esto vuelva a suceder”.