Reconstrucción más que reactivación

Luis Jorge Garay es uno de los intelectuales más influyentes en términos de economía, política monetaria, pobreza y desigualdad en América Latina, pues ha dedicado parte de su vida a la investigación y la producción académica en esos campos. De ahí la importancia y la pertinencia de sus visiones respecto de lo que debería ser un nuevo modelo de desarrollo que ayude a la reactivación sostenible de la economía del país, en la que, dice, no puede seguir imperando el esquema neo-extractivista que hasta ahora ha gobernado a Colombia en los últimos 50 años. Advierte de los riesgos sociales de no atenderse bien la crisis provocada por la pandemia.

Pocas personas en Colombia han estado más cerca del poder sin ejercerlo, pero tampoco dejándolo tras bambalinas, porque si algo ha hecho el profesor e investigador Luis Jorge Garay Salamanca es desnudar con crudeza las profundas asimetrías del modelo económico colombiano y las enormes desigualdades sobre cómo ha operado.

 

Lleva décadas investigando sobre diversos temas de macroeconomía, aplicando su rigor como ingeniero industrial, pero también con la sabiduría de un maestro que no habla desde los escritorios, sino desde el terreno de los hechos. Es doctor en Economía del MIT, investigador en Oxford y consultor de gran parte de los organismos multilaterales en asuntos de pobreza y desigualdad. Ha estado en casi todos los ministerios del país como consultor, pero nunca lejos de su visión crítica de los hechos y los fenómenos sociales.

 

Casi siempre está disponible, pero por asuntos de la pandemia sigue confinado, que no quieto, pues está terminando otro libro –ha escrito más de 80- sobre inclusión social y la necesidad de un nuevo modelo de desarrollo socioecológico. Tras una larga conversación con su buen amigo Manuel Rodríguez, exministro de Medio Ambiente, el profesor Garay pasó revista a la situación del país y dejó clara su posición en torno a los grandes temas que se debaten ahora como consecuencia de los efectos de la pandemia sobre la economía, la política, la salud, la educación y, en especial, sobre la población más pobre y vulnerable. Estuvimos con el profesor Garay en Confluencia con Clara Inés Restrepo para buscar con ambos respuestas a tantas incertidumbres.

 

¿Cuáles son las características del actual modelo económico en Colombia, desde la perspectiva sostenibilidad, el bienestar y la economía?

Luis Jorge Garay: Desde la década de los 90 comenzó una etapa extractivista acompasada con el modelo neoliberal que irrumpió en Inglaterra y Estados Unidos con mucha fuerza. En América Latina, este modelo nos llevó a un modelo neoextractivista muy particular, fundamentado en la reprimarización del sistema económico desde la explotación de recursos naturales no renovables. Hasta hoy, el modelo ha traído consecuencias en varios ámbitos de la sociedad, en especial en lo económico. Contrario a lo que argumenta la escuela neoliberal, los ingresos por impuestos de renta y regalías no han sido del tamaño que prometían los extractivistas, en especial en el sector minero, no tanto así en el de hidrocarburos.

 

En el sector de la minería en los últimos años, por ejemplo, extrayendo hidrocarburos, los ingresos por renta y regalías no superan el 0.65 por ciento del PIB, que es un aporte muy bajo. En términos sociales, hay tres aspectos que hay que distinguir: uno, el modelo extractivista de los 90 se centró en un esquema tipo enclave, que consiste en la explotación del recurso natural para su exportación con muy escaso valor agregado, lo que lleva a que el valor agregado se genera en el exterior y no en el país.

 

Eso ha llevado a que los municipios eminentemente mineros siguen siendo los sectores con pobreza multidimensional y desarrollo institucional más bajo que aquellos donde se hace explotación de hidrocarburos y éstos, a su vez, con un desarrollo social e institucional más bajo que el promedio de entes territoriales del país no mineros ni cocaleros. Significa que la minería, dejando de lado el petróleo, no ha generado la dinámica social ni la inclusión social en las regiones donde se produce.

 

Los impactos ambientales y socioecológicos han provocado daños irreversibles, cuya ponderación supera los supuestos beneficios que genera el modelo extractivista que muchos defienden. Aún así, estamos a la vera de entrar a una etapa mucho más agresiva de neoextractivismo, consistente en el desarrollo de megaproyectos altamente intensivos en capital con tecnologías muy complejas no probadas en ambientes ecosistémicos frágiles y que tienen un carácter de enclave para la exportación y procesamiento de minerales en el exterior, tal como sucedería con proyectos de oro en Santurbán, oro y cobre en Quebradona, y oro en Cajamarca.

 

Colombia no sólo camina hacia la profundización de ese modelo, sino llevando una mayor insostenibilidad tanto social como ecológica.

 

¿De eso se trata su próximo libro?

Hemos propuesto que es necesario cambiar el modelo de desarrollo por uno que sí genere mayor inclusión y mayor sostenibilidad socioecológica.

 

¿Cómo debería ser ese modelo?

Estamos a la vera de entrar en una etapa más agresiva del extractivismo y los argumentos de quienes defienden el modelo es que esto sería una fuente de apalancamiento de la reactivación en el corto y mediano plazo. Eso es una falacia, porque en el mejor de los casos, dichos proyectos tomarían, una vez aprobadas las licencias, unos cuatro años para comenzar su exportación.

La inversión extranjera, en efecto, al principio de los proyectos está expresada en la compra de equipos y maquinaria para poder adecuar el territorio donde se hará la explotación. Eso no implica que lleguen al país miles de millones de dólares y menos que se generen cuantiosos recursos por impuestos. Además, son proyectos intensivos en capital que generan empleo marginal, incluso donde se desarrollan. Y sin producción, no hay ingresos tributarios. Luego, asegurar que ese modelo extractivista será fundamental para la reactivación económica es una falacia.

 

Una especie de transición socioecológica…

Entonces, un modelo de desarrollo sostenible en las actuales circunstancias debería tener las siguientes bases: a raíz de la pandemia, se demostró que la seguridad alimentaria sólo es posible lograrla fortaleciendo la producción de alimentos agrícolas a través de la economía campesina rural a pequeña y mediana escala, no necesariamente de los cultivos extensivos e intensivos de bienes comerciales o commodities como la soya, la palma africana.

La pandemia también demostró que no basta con tener seguridad alimentaria, sino que es necesaria avanzar en la solución de uno de los más graves problemas del país como son los canales de comercialización. Es evidente que la digitalización de algunos de esos mercados ayudó a mejorar los ingresos de los campesinos, pues en la cadena de comercialización tradicional más o menos tienen una participación del 60 por ciento en el costo final del producto.

Lo otro que nos dejó ver la pandemia es la necesidad de fortalecer los sistemas sanitarios y la producción de bienes y servicios de la llamada bioeconomía. No hablo de la sustitución de importaciones, sino de la prevalencia de diversificar el aparato productivo. Hay que avanzar hacia unas nuevas líneas de producción que garanticen la seguridad sanitaria y de otro tipo de sectores, previendo la aparición de nuevos fenómenos pandémicos.

Otra oportunidad que se nos abrió es avanzar en la digitalización de los procesos y la instauración de nuevas dinámicas de producción que ya no tienen cabida en la recuperación sostenible pos pandemia.

 

Cómo hacer esa transformación desde la sostenibilidad y pensando en el rol de las ciudades y de los ciudadanos…

La pandemia va a implicar la pérdida de una década o década y media de avances sociales en términos de pobreza monetaria, desigualdad e ingreso per cápita. Eso es una tragedia que no la hemos querido denominar como tal. En los años 80 tuvimos en América Latina la “década perdida”.

Actualmente, estamos en otra situación parecida, pero con un agravante fundamental y es que la pobreza monetaria en Colombia, que es la que ahora nos interesa, por razones del confinamiento para reducir la velocidad del contagio del COVID-19 implicó una caída drástica de los ingresos en muchos de los hogares, incluso cercanos a cero.

Cerca del 60 por ciento de los hogares colombianos que se denominan pobres y vulnerables sufrieron una reducción muy alta en sus ingresos. Eso tiene consecuencias funestas en términos de capital humano y de capital productivo, porque en la caída de ingresos hay que decir que la pandemia desnudó la gravedad de la informalidad en el mercado, pues es mucho mayor a la que estimaban las estadísticas.

Se estima que entre 1.5 y 2 millones de hogares vulnerables están relacionados con micronegocios informales que, de no actuar con políticas activas desde el Gobierno, va a implicar una quiebra de múltiples pequeños y medianos negocios en todo el país, con una pérdida de capital social y productivo muy fuerte y difícil de recuperar, en aras de ir reduciendo otra vez los niveles de pobreza y la desigualdad.

 

Reactivación o reconstrucción

De eso dependerá la estabilidad social e institucional del país. De lo contrario, estaremos frente a otra década perdida y el Gobierno deberá aplicar políticas más novedosas y más proactivas para responder a la pandemia, no timoratas como hasta ahora. De seguir así, la pérdida de capital social y productivo será tan grave que yo no hablaría de reactivación, sino de reconstrucción. Es necesario insistir en que el Gobierno debe cambiar con rapidez sus políticas frente al COVID-19.

Con esta destrucción de capital social, productivo y humano, con implicaciones muy serias en torno al modelo educativo, uno no entiende por qué no se ha dado una gran movilización ciudadana para demandar la protección de ese 60 por ciento de hogares vulnerables y más bien se ha lanzado a la calle a buscar su propio sustento. De ahí que hayamos insistido en la necesidad de crear una renta básica como mecanismo de solidaridad del Estado hacia quienes han tenido que confinarse, aún a costa de su propia vida y de sus ingresos.

La situación es tan grave que mientras el Gobierno se mantiene inerme, su propio partido ya radicó un proyecto de ley para crear esa renta básica, así no conozcamos todavía el monto y el número de personas que serán beneficiadas. Las ayudas que hasta ahora ha dado el Ejecutivo a través de los programas Ingreso Solidario y Familias en Acción, por ejemplo, sólo cubren el 17 por ciento de la línea de pobreza de un hogar de 3.4 miembros.

Eso significa que muchos de los hogares que están en el 60 por ciento de afectación estarían por debajo de la línea de miseria monetaria. Ahí podría estar la explicación del porqué no se ha dado esa movilización, una especie de temporalidad en ella, pues en el corto plazo no hay condiciones para que se realice, lo que no significa que no tengamos que actuar todos y en la misma dirección para evitar peores consecuencias.

 

¿Cómo sería esa renta básica?

La renta de un salario mínimo legal vigente por un periodo de tres meses debería recaer, en primer lugar, sobre la población en pobreza extrema (cerca de 3,5 millones de personas, o unos 900.000 hogares), la cual tendría un costo aproximado de 2,6 billones de pesos.

En el otro extremo, si esa misma asignación se realizara para todo el 27% de la población colombiana que se encuentra en condiciones de pobreza (cerca de 13 millones de personas o unos 2.7 millones de hogares), el costo ascendería a cerca de 8 billones de pesos (0,8 % del PIB). Así, en la práctica no sería de extrañar que el costo fiscal de la renta básica para la población vulnerable pudiera alcanzar el orden de los 4 o 5 billones de pesos, también sólo por tres meses.

 

Luis Fernando Ospina.
Luis Fernando Ospina.

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