“Tres elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña, como la tela si resistía, fueron a llamar otro elefante”
(James Locker. 1970)
Según las estimaciones del demógrafo Nathan Keyfitz, el planeta tierra ha sido la casa de 108.000.000.000 personas y es habitado actualmente por 7.800.000.000 de habitantes que pesan aproximadamente 300 millones de toneladas.
Para formarse una idea de lo que significa el número que representa el tamaño de la población actual, hagamos una sencilla operación aritmética y geométrica.
El radio ecuatorial terrestre es de 6.350 kilómetros y el perímetro ecuatorial es aproximadamente 40.000 kilómetros. En un ejercicio imaginario, si distribuimos personas separadas entre sí medio metro, en una fila a lo largo de la línea ecuatorial, podríamos cerrar la circunferencia terrestre con 80 millones de personas.
Esto significa que para poder distribuir la totalidad de la población actual a lo largo de la línea ecuatorial, requerimos un planeta con un perímetro cien veces más grande, lo que equivale a un planeta con un volumen un millón de veces mayor al de la tierra.
Durante el siglo XIX, como causa y consecuencia de lo que se ha denominado la revolución industrial, -que a su vez es causa y consecuencia de lo que se denomina cambio global-, hubo un cambio en la velocidad de crecimiento demográfico que se convirtió en causa y consecuencia de otro cambio sin precedentes asociado a la escala y la forma del crecimiento urbano. Para entender el tamaño de este cambio hagamos algunas cuentas rápidas.
Hace 120 siglos, cuando se estima que la población mundial alcanzaba apenas diez millones de personas, -una cuarta parte del tamaño actual de Tokio, el equivalente a la población actual del Distrito Capital de Bogotá o el cuádruple de la actual Medellín-, inició el desarrollo de la agricultura y el proceso de transición de grupos nómadas a sociedades sedentarias.
Después de que crecieron las primeras plantaciones de alimentos a causa de la voluntad y la capacidad humana para comprender la importancia de las semillas, del suelo y de la fotosíntesis; transcurrieron 100 siglos hasta que Tito Livio escribió su historia de Roma «Ab urbe con dita» en los comienzos de la era cristiana, momento en el que la población mundial alcanzó los 300 millones de habitantes, de los cuales 60 millones hacían parte del imperio Romano.
A pesar de que en el siglo I d.C, la ciudad de Roma llegó a tener más de un millón de habitantes, pocas ciudades superaban los 10.000 habitantes. Por eso se considera que Roma fue la primera Megaciudad de la Antigüedad. Para el siglo XVI las ciudades tenían poblaciones de 2.000 a 20.000 habitantes, pero a partir del siglo XVII comienzan a surgir y a multiplicarse ciudades de más de cien mil habitantes y solo en el siglo XIX algunas ciudades de occidente alcanzaron la misma población que la Roma del siglo I.
En los inicios del siglo XIX, 1800 años después del año domini, el tamaño de la población mundial llegó a 1.000 millones y la superficie ocupada por las ciudades mayores se podía medir en cientos de hectáreas.
Hasta aquí, la historia nos dice que en 11.800 años de historia, el crecimiento de la población mundial pasó de diez millones a mil millones, lo que representa un incremento de 84.661 personas cada año; el equivalente a cincuenta mil ciudades de veinte mil habitantes cada una.
Durante el apogeo de la Revolución Industrial hasta principios del siglo XIX, los mil millones de personas se convirtieron en dos mil millones.
Una duplicación que ocurrió en un lapso de cien años, lo cual equivale a un incremento de diez millones de personas por año, una tasa de crecimiento 120 veces más grande que la de los inicios de la humanidad.
Pero veamos que ocurre desde los inicios del siglo XX hasta el año 20 del siglo XXI, donde las superficies de las ciudades se miden en cientos de kilómetros cuadrados.
Pasamos de 2.000 millones a 7.800 millones de habitantes en un período de 120 años. Esto equivale a una tasa de crecimiento de 48.333.333 nuevas personas cada año; lo equivalente a veinte ciudades del tamaño del Paris actual; un ritmo de crecimiento poblacional cinco veces más grande que en el siglo anterior y 600 veces mayor que en los albores del planeta azul humanizado.
Es claro que durante el siglo XIX se produjo el inicio del gran cambio de escala en el crecimiento urbano, al ser superados algunos límites naturales del crecimiento de las ciudades, que tiene estrecha relación con el suministro disponible de agua y alimento, el límite defensivo de los perímetros fortificados, el límite del tráfico de personas y materias primas condicionado por los lentos medios de transporte tradicionales y el límite energético limitado al aprovechamiento de recursos hidráulicos, la tracción animal y la fuerza del viento.
En Europa, las aldeas y las pequeñas ciudades rurales tendieron a expandirse hasta la distancia que se podía recorrer caminando durante «una jornada».
Con la introducción de la metalurgia llegó la especialización técnica. Este crecimiento de la ciudad marcó el comienzo de una desatención al bienestar general de la comunidad y una tendencia a ignorar su dependencia frente a los recursos locales. Con el desarrollo de la actividad mercantil, del cálculo numérico y de la moneda, la civilización urbana tendió a olvidar el sentido original de sus límites y a considerar que todas las formas de riqueza eran asequibles a través del comercio o del poderío militar.
Con el tiempo, se cometió el error de aplicar el pragmatismo mercantil al propio entorno natural: se inició el proceso de eliminación de los espacios libres del interior de la ciudad y su crecimiento a costa de los campos circundantes.
A medida que la población crece, el porcentaje de población urbana también aumenta.
El desarrollo urbano e industrial requiere terrenos accesibles y de calidad.
Estas demandas están en conflicto con las necesidades de desarrollo agrícola que compiten por los mismos suelos fértiles. Sin embargo, estas áreas de alto valor agrícola se usan comúnmente para otros fines.
Durante los dos últimos siglos, la economía del mundo occidental ha transformado los modos de ocupación propios de una estructura agrícola rural y los ecosistemas estratégicos conexos, por una estructura urbana metropolitana, donde la urbanización ha asimilado a las comunidades más pequeñas y aisladas, a la vez que va absorbiendo el medio rural, amenazando con ello, los flujos naturales necesarios para mantener la integridad y continuidad de los sistemas sociales y ecológicos que sustentan la vida.
De otra parte, para el año 1 de esta era, 97 de cada 100 personas habitaban en zonas rurales. A mediados del siglo XX la proporción urbano rural ascendió al 30%. En la actualidad, seis de cada diez personas vive en zonas urbanas y se estima que para el 2050, serán 7 de cada diez. En América latina la proporción ya alcanza el 80% y países como Uruguay, Argentina y Venezuela superan el 90%.
Las proyecciones indican que el cambio en la residencia de la población humana de las zonas rurales a las urbanas, agregará 2,500 millones de personas a las zonas urbanas para el 2050 y que cerca del 90% de este incremento ocurrirá en Asia y África.
La sostenibilidad integral de los sistemas socioecológicos requiere una serie de habilidades sociales basadas en la cultura, la tecnología, la infraestructura, la economía; pero también requiere la preservación de la base natural y un sistema de gobierno eficiente.
Las capacidades de apoyo de las ciudades y los territorios dependen de la capacidad de lograr que las tasas de consumo de recursos renovables de agua, materias primas y energía, no exceda la capacidad de renovación de los sistemas naturales y de la capacidad de generar tecnologías y modos de consumo mucho más eficientes, renovables y duraderos.
También se requiere que las tasas de emisión de contaminantes líquidos, sólidos y gaseosos, no excedan la capacidad de la atmósfera, de los ríos, quebradas, manglares, océanos y del suelo, para absorber o reciclar esos contaminantes a través de los antiguos y complejos ciclos biogeoquímicos e hidrometeorológicos.
La civilización urbano-industrial vive de “nutrientes” no renovables, combustibles fósiles y minerales, y produce residuos y desechos de todo tipo. La civilización urbano-industrial consume tantos recursos y produce tantos desechos que todo lo vivo se ve amenazado por ello.
La sostenibilidad ambiental implica el mantenimiento de la diversidad biológica, la salud humana, la calidad del aire, del agua y del suelo a niveles ideales para preservar la funcionalidad de las ciudades y de los ecosistemas de los cuales dependen los ciudadanos que la habitan y que las construyen día a día.
La visión de un territorio biodiverso y sostenible implica integridad, la cual debe reflejarse en los instrumentos de planificación y en la capacidad de ejecución plena y coordinada entre los diferentes actores y sectores de la sociedad.
Cada vez más, las personas reconocen que el agua y el aire limpio, el suelo saludable, la biodiversidad y el paisaje, constituyen un patrimonio de infinito valor.
Se requiere pensar en ciudades y campos conectados, accesibles, alegres, justos y transitables, territorios fundados sobre el principio del interés general y la satisfacción de las necesidades colectivas de sus habitantes por encima de los intereses privados.
Ciudades y territorios amables y saludables con abundantes áreas para la educación y la recreación pública activa y pasiva de la “comunidad ciudadana”.
Es necesario pensar modelos de ocupación que reconozcan que lo urbano y lo rural son indisolubles e interdependientes, identificar umbrales que no deben superarse, reconocer que las estructuras sociales y ecológicas, son las bases fundamentales para poder lograr un equilibrio dinámico sostenible, un sano equilibrio entre las necesidades de la sociedad y la naturaleza.
En estos tiempos inciertos, hemos podido ver, escuchar, oler, contemplar y sentir con más fuerza, la esencia y la importancia de la naturaleza.
Desde los ámbitos de la ciudad, se ha hecho más evidente que ese mundo que sentimos distante y al que llamamos «lo rural», está más cerca y presente de lo que imaginamos.
Este tiempo extraño de pandemia, nos ha permitido recordar que el agua que usamos proviene de lluvias impulsadas por lejanos vientos, de ríos y quebradas que nacen en lo alto de páramos y montañas encumbradas, en la profundidad de suelos acuíferos.
Hemos reconocido con mayor conciencia, que las zanahorias y las lentejas vienen de una tierra con olor a manos campesinas. Que eso que llamamos la Naturaleza, está allá, aquí, ahora y está repleta de significados, misterios, murmullos y sensaciones.
El reto es construir y re-construir ciudades y campos que se nutran de lo natural, que posibiliten la emoción que nos producen los sonidos del bosque, los paisajes de enero, las hojas que danzan caprichosas con el aire en movimiento, las turbulencias del arroyo, los niños jugando felices en los parques, los paseos a paso lento o en bicicleta, ciudadanos en pleno ejercicio de sus derechos y deberes, los cielos donde pueden verse las lluvias de estrellas, las coloridas cometas de agosto, el silencio que nos permite escuchar la lluvia, la música y nuestras propias conversaciones, el aire que puede respirarse sin miedos, los vecinos que se saludan en las calles, la solidaridad que brota en las esquinas y ventanas, los carnavales sinceros que celebran el milagro de la vida.