Siempre está disponible, pero casi nunca en el mismo lugar. A veces contesta en África o en Sao Paulo, pero a esta hora puede estar viajando a Colombia o a cualquier lugar del mundo. Es Elkin Velásquez, director de ONU-Hábitat para América Latina y el Caribe, un colombiano enamorado del urbanismo, pero, sobre todo, comprometido con la sostenibilidad de las ciudades, esos ecosistemas que hoy más que nunca juegan un papel protagónico en la superación de los más complejos fenómenos planetarios, entre otros, la pandemia por el COVID-19, la migración, las desigualdades sociales, la pobreza y el cambio climático.
Hoy, 31 de octubre, cuando muchos extrañan el bullicio de los niños en las calles de las grandes urbes, dadas las restricciones por el coronavirus, la comunidad internacional celebra el Día Mundial de las Ciudades y Elkin Velásquez sí que sabe de qué se trata. Hablamos con él, pues ha sido uno de los artífices que desde Naciones Unidas logró acordar una Nueva Agenda Urbana en 2016, en Quito. Desde entonces, mucha agua ha corrido por debajo del puente, pero los principios y objetivos siguen intactos y más vigentes.
Hoy es el Día Mundial de las Ciudades, pero acabamos de celebrar Octubre Urbano en medio de una pandemia. ¿Cómo entender los nuevos modelos desde la perspectiva global de ciudades sostenibles, resilientes, regenerativas?
Elkin Velásquez: Primero, Octubre Urbano es una propuesta de Naciones Unidas para canalizar el debate y la discusión sobre desarrollo sostenible hacia los ejes centrales de las grandes urbes, como son los temas de la vivienda, los asentamientos humanos informales y el acceso a servicios básicos. Desde 1986, la ONU definió en su pleno que octubre sería el mes para celebrar el Día Mundial del Hábitat y el 31 fuera el Día Mundial de las Ciudades como parte de una estrategia global para acordar proyectos, programas e iniciativas en relación con el desarrollo urbano sostenible. Estamos hablando de la agenda verde, de cambio climático y Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), todo en la perspectiva de las ciudades como ecosistemas dinámicos, complejos, pero también de oportunidades.
No existe, por supuesto, un único modelo urbano, así las problemáticas sean comunes y compartidas sus soluciones.
Una discusión mucho más necesaria, pues los escenarios que se tenían en 2016, cuando se acordó la Nueva Agenda Urbana, en Quito (Ecuador), eran totalmente distintos a los actuales. ¿Qué se conserva de esa NAU, cuáles los nuevos retos?
Es necesario recordar que ONU-Hábitat se comprometió a entregar a la Organización informes cada cuatro años, pero en 2018 entregamos el primero para sincronizar los ciclos de planeación de la ONU. El próximo será entregado en 2022. Ahora, hemos visto avances importantes de lo que se definió en la Nueva Agenda Urbana de Quito en los últimos años y uno de ellos fue haber posicionado el tema de la urbanización como un fenómeno mundial.
No es posible pensar en el futuro del planeta sin abordar temas como cambio climático, migración y urbanización, este último con inusitada fuerza en Asia y África, pues en América Latina ya se dio. Así, la NAU puso en discusión de la comunidad global la importancia de resolver bien las complejidades de las ciudades, no como la suma de edificios, vías y viviendas, sino como ecosistemas vivos donde suceden los fenómenos asociados a la economía, la política, la cultura, el ambiente, la educación, la salud. Creo que hemos logrado algo que no se ve, pero es trascendental: sensibilizar.
¿Una sensibilidad hoy mucho más evidente por razón de la pandemia, pero con riesgos latentes en torno a un nacionalismo que desconoce, a veces, la fuerza de la cooperación internacional?
La agenda sigue siendo global, pero es cierto que tiene mucho más de operacional. Las agendas del desarrollo, entre otras la de cambio climático, los ODS, la de los Acuerdos de Sendái sobre Riesgos y Desastres y la de migración, tienen a las ciudades y sus realidades locales como foco central del trabajo global. Eso no era tan evidente antes.
Otro impacto positivo de la NAU es que no sólo hay mayor sensibilidad frente a estos temas, sino que los organismos financiadores del desarrollo han comenzado a entender que es necesario darles mayores recursos para inversión a los fenómenos urbanos. Eso no ha sido exclusivo de los gobiernos, pues la cooperación intergubernamental, pública y privada, y de los llamados grupos de filantropía, tiene alcances históricos en el desarrollo de las ciudades.
¿Y los impactos instrumentales de esa NAU?
Desde antes de la cumbre en Quito, cuando estaba en Nairobi, ya estábamos trabajando en políticas de acompañamiento en la aplicación de políticas nacionales urbanas, con la intención de llegar a Hábitat III con una serie de ejemplos, de pilotos, para mostrarles a los países con evidencia del efecto catalizador de esas políticas urbanas. En nuestra base de datos, hoy tenemos a más de 50 países de renta media y baja que siguen las orientaciones de la ONU y han logrado avanzar y terminar procesos de nueva generación urbana.
De hecho, uno de los ODS, el 11 (Ciudades y Comunidades Sostenibles), tiene dentro de sus indicadores los avances de esas políticas nacionales urbanas. Otro de esos impactos tiene que ver con la infraestructura de las ciudades, esto es, las viviendas, los sistemas de transporte, los equipamientos, los servicios públicos, y comprobar que hay mucha más sensibilidad de hacerla bien, lo que en la NAU se traduce en hacerla de forma incluyente, inclusiva, de alto impacto social, sostenible, resiliente y regenerativa.
En otras palabras, ¿poner a la ciudadanía, a la gente, en el centro de las decisiones?
Así es. Durante los últimos años, lo que hemos visto en la acción internacional es la concurrencia de los ciudadanos en torno a sus intereses y oportunidades. Una especie de “destecnocratización” de las agendas, sin perder el rigor técnico y científico, para ponerlas en la discusión abierta y respetuosa de los actores comprometidos en el desarrollo. Ese diálogo multiactor y multinivel, a mi juicio, es el logro más importante de la Nueva Agenda Urbana, porque sólo así podemos evitar que siga creciendo la desconexión y el descontento social. Estamos en un momento único de acceso a la información, pero también de una conversación más horizontal y deliberativa.
¿Cuál es, entonces, la perspectiva de largo plazo en la NAU?
La Nueva Agenda Urbana nos ponía sobre la mesa la necesidad de concebir la acción urbana desde la perspectiva del derecho a la ciudad. Ese fue un gran debate, porque no todos estaban de acuerdo con el término “derecho”, pero así quedó. Y creo que en esa perspectiva, en momentos como este de alto descontento social, lo más urgente es atacar la desigualdad y la exclusión. Ahí está el almendrón de la NAU. Nunca como ahora ha sido tan evidente el problema de las desigualdades globales y la imperiosa necesidad de trabajar juntos para reducirlas y mitigarlas con sentido de solidaridad.
Cooperación y solidaridad, pero también de lo urbano con lo rural. ¿Cómo hacerlo?
Con territorios integrados, en los que es posible reconocer las diferencias sociales y territoriales, pero también las interdependencias. Creo que no es posible ahora hablar de ciudades desde lo urbano sin lo rural y de lo rural sin lo periurbano y lo urbano-regional. El hecho cierto y contundente es que lo que está allí es la gente y no admite límites territoriales ni exclusiones en distintos ámbitos.
El secretario General de la ONU, António Guterres, ha dicho de forma categórica que la batalla contra el cambio climático se gana o se pierde en las ciudades. ¿Qué significa eso?
Significa que las ciudades no son el problema, sino la solución. Lo que necesitamos es trabajar con más pedagogía y coordinación, porque la horizontalidad en las relaciones ya no es una opción, sino una obligación. El problema es de método y de actitud sobre cómo afrontamos esta nueva conversación social. Ahí están las claves para generar mayor conciencia y, por ende, más acciones.
La pandemia, por ejemplo, nos ha permitido tener más sensibilidad sobre los efectos sobre la salud de destruir la biodiversidad o talar los bosques, o no reciclar y usar el carro privado. Estas experiencias hay que asumirlas con humildad y con vocación de cambio.
¿No teme usted que el afán por recuperar la economía se haga con costo a la sostenibilidad de los ecosistemas, de por sí ya muy afectados antes de la pandemia?
Enfrentar los problemas parte del reconocimiento de aceptar que existen. Y lo primero es entender el impacto alto y crítico de la pandemia sobre el conjunto de la sociedad. No podemos tapar el sol con los dedos. Ahora, no se trata de volver a la normalidad, pues esa normalidad no era buena. La situación anterior a la pandemia ya era difícil y, entonces, hay que procurar una gran transformación en las formas y los métodos, con mucha innovación y sentido de cooperación.
Y esa cooperación tiene un actor fundamental: la naturaleza. Así, la incertidumbre debe dar paso a la innovación y por eso es válido retomar la importancia de la ciencia y del conocimiento a la hora de pensar en nuestras ciudades.
¿Cuál es el futuro de las ciudades, más allá de lo urbano?
No tengo duda de que la comunidad internacional hoy está pensando invertir más en la economía del cuidado que en la defensa militar. No me refiero sólo a la infraestructura hospitalaria, ni de equipos médicos o de urgencias, sino al personal de la salud, a los intensivistas, los enfermeros, los cuidadores. Los laboratoristas, por supuesto.
La llamada bioeconomía será un sector estratégico en la normalidad pos pandemia. La inversión en el sector defensa se hace para disuadir a los contrarios, pero la que se hace en el de la salud o del cuidado es para proteger la vida. Eso es mucho más rentable. Y cuando se habla de salud, también nos referimos a la vivienda digna, a los espacios públicos seguros y sostenibles, al acceso a una alimentación sana y a un empleo digno.
¿Cómo contrarrestar los ímpetus nacionalistas y autoritarios que se dan en algunas partes con ocasión del coronavirus y evitar el desmoronamiento de la globalización?
Mucho antes de la pandemia, el mundo ya venía observando con algo de apatía muchos nacionalismos y manifestaciones autoritarias. El COVID-19 lo que hizo fue reforzarlas. Lo que pocos quieren aceptar es que las interdependencias superan esos instintos dictatoriales. Estamos en un ciclo distinto en términos de la globalización y comparto la visión de la Secretaria Ejecutiva de la Cepal, Alicia Bárcenas, cuando propone la creación de bloques regionales en América Latina, al estilo de la Unión Europea. Existen pocos elementos que nos unan más como región que los asociados a la salud, al comercio, a la seguridad, a la protección de los ecosistemas y a la protección de la biodiversidad. Somos una potencia mundial en ellos, pero no logramos traducirla en resultados porque seguimos pensando de forma individual. La senda del desarrollo debe ser supranacional. Ahí tenemos mucho por hacer todavía. La integración no es el camino, es el único camino.
Y, desde mi perspectiva y conocimiento, considero que América Latina hace rato está consolidando un esquema de integración que es necesario escalar a otros sectores, en especial los privados y de la sociedad civil. El Acuerdo de Escazú es un ejemplo de ello.