Planetas de repuesto

Desde hace mucho se repite en todas partes la frase “no hay planeta b”. La usamos para referirnos al hecho de que nuestro planeta es el único en el que podríamos vivir. ¡Una razón poderosa para cuidarlo! Muy a pesar de desearlo e incluso de poder pagarlo, no podríamos utilizar la Luna o Marte como planetas de repuesto. Pero, ¿es cierto todo esto?, ¿cuál es el fundamento científico de estas afirmaciones? ​​

La Tierra
Imagen tomada de https://spaceplace.nasa.gov/years-on-other-planets/en/

Hemos visto tantas películas y leído tantos libros de ciencia ficción que nuestra percepción de qué tan difícil es vivir fuera de la Tierra se ha deformado considerablemente. Tal vez olvidamos que en el cine, e incluso en la literatura, la acción se desarrolla en escenarios (hangares, sets de filmación, el interior de edificios, aviones o en la imaginación) que están en la Tierra. Parece una verdad de Perogrullo, pero este hecho distorsiona a tal punto nuestro entendimiento que nos impide comprender lo realmente especial que es este planeta para nosotros. Puede que no lo sea para el resto (como dice la frase “probablemente no le importas al universo”) pero sin la Tierra (la del presente, aquella en la que surgió nuestra especie) no tenemos futuro.

Los animales humanos y la inmensa mayoría de las otras casi 9 millones de especies que poblamos el planeta [1] somos el producto de miles de millones de años de evolución biológica. La evolución es un proceso físico-químico, entre el azar y una suerte de “magia natural” [2], en el que tanto la información que llevamos adentro como su manifestación externa (p.ej., nuestros cuerpos y comportamientos, e incluso el comportamiento de sociedades animales y microbianas) se han modificado lentamente hasta adaptarse exquisitamente al lugar en el que vivimos. El aire que respiramos, los nutrientes que obtenemos del medio ambiente, e incluso los otros organismos vivos que habitan a nuestro alrededor y dentro de nosotros, no son fortuitos. Parafraseando una frase en boga “somos porque ellos son”.

Decir que la vida “puebla” la Tierra parece dar a entender que somos pasajeros de una nave espacial que podría ser reemplazada cuando sea necesario. Pero no hay nada rigurosamente correcto en esta idea; ni desde el punto de vista biológico, ni desde el punto de vista geológico o astronómico. En realidad los habitantes de la Tierra somos parte integral de ella. No la “poblamos” como lo hace un grupo de individuos (animales humanos o no) cuando llegan a un nuevo territorio. La biósfera (ese lugar en el que habitamos todos los seres vivos) de la Tierra es una parte inseparable de ella. Si queremos poblar a Marte o a la Luna vamos a tener que llevar con nosotros a la Tierra o a una parte significativa de ella. Dicho de otro modo, no será realmente como irnos a vivir allí. Será más parecido a traer ese lugar a la Tierra. Y en ese caso ¿para qué hacerlo?

Aunque parezcamos increíblemente autónomos, los seres humanos hemos sido afinados por millones de años para vivir en un solo lugar del universo: la Tierra. Un cambio incluso sutil de composición en los gases que respiramos, la ausencia por un par de días de una sustancia clave (el agua para no ir muy lejos) o unas condiciones de temperatura y humedad un poco distintas y nuestra vida queda amenazada.

“¡Pero para todo esto tenemos la tecnología!”, gritarán los optimistas.

Una buena parte de nuestro desarrollo tecnológico a lo largo de aproximadamente dos millones de años [3] le ha permitido a los animales humanos sobrevivir en condiciones para las que su cuerpo no evolucionó. Desde la manipulación del fuego que nos permitió aprovechar casi cualquier alimento a pesar de lo duro o contaminado que estuviera, pasando por la invención de algo tan aparentemente trivial como las agujas, que les permitieron a algunos de nuestros antepasados fabricar mejores vestidos para no morir por el frío polar de una Europa en la Edad de Hielo, hasta los modernos ambientes climatizados o las cabinas de avión presurizadas, que nos permiten vivir en lugares que de otro modo serían invivibles (el desierto arábigo o en lo alto de la atmósfera); la tecnología parece ser nuestra forma de escapar a un destino inevitable cuando nos atrevemos a ir más allá de las fronteras en las que podemos vivir.

¿No podría entonces esa misma tecnología permitirnos vivir fuera de la Tierra?

De lo que no somos muy conscientes es que esos sistemas tecnológicos que nos permiten vivir en lugares extremos dependen de recursos provistos por la misma Tierra. Recursos que a propósito no estarían disponibles en otro planeta. Para poner un ejemplo sencillo, por mucho calor que haga en El Cairo en agosto, la composición del aire en esta ciudad egipcia es casi la misma que en la templada Medellín. Los egipcios que se esconden bajo techo, en hogares, oficinas y centros comerciales climatizados durante los tiempos más cálidos para no morir deshidratados o por un golpe de calor, simplemente tienen que enfriar un poco el aire que les rodea y que es esencialmente el mismo que respiran los inuit (esquimales) en algunos de los lugares más fríos de la Tierra. El agua que sacia su sed fluye tranquilamente por el río que atraviesa su ciudad y que nace en montañas frías a 4.000 km de distancia o está almacenada a unas decenas de metros debajo del suelo. Por mucho calor que haga en El Cairo o en Qatar o por mucho frío que se sienta en una estación en la Antártida, todos esos lugares están rodeados por el aire de la Tierra. Si no podemos llevar con nosotros la atmósfera de la Tierra, es casi seguro que no podremos vivir en la Luna o en Marte.

“Pero podemos crear el aire de la Tierra en otros planetas” proponen los más ingenuos, traicionados, otra vez, por el cine o por las escenas muy realistas de la exploración espacial.

La mezcla de gases que respiramos en la Tierra, sin la cual nuestra vida no es posible, es producto de la actividad de billones de microorganismos y plantas que no podemos llevar con nosotros a la Luna o a Marte. Si queremos que Marte “huela” como la Tierra, tendremos que llevarnos también dichos microorganismos y plantas. Los investigadores, hombres y mujeres que se atreven a pensar en establecer colonias humanas en Marte, por ejemplo, entienden cada vez mejor que no podremos vivir de forma sostenida en ese planeta construyendo habitáculos climatizados o en agujeros debajo del suelo. No, para vivir en Marte de forma permanente, para usarlo como planeta de repuesto, primero tendremos que lograr que algunos de los organismos que hacen a la Tierra lo que es, conviertan a Marte en algo parecido a nuestro planeta. Los expertos llaman a este proceso ecosíntesis planetaria (antes se conocía como “terraformación”), que suena más fácil y rápido de lo que realmente es. Para empezar, los organismos que “fabrican” la atmósfera de la Tierra no viven solos. Viven en ecosistemas complejos que incluyen bichos de todos los dominios: bacterias, hongos, animales y plantas. Ningún ejército de microalgas genéticamente modificadas o bacterias extremófilas será capaz de cambiar a un planeta como Marte si no les garantizamos condiciones químicas y biológicas parecidas a aquellas en las que viven en la Tierra. ¿Ven ustedes también el huevo y la gallina en este problema?

Imagen tomada de https://mars.nasa.gov/index.cfm

Otros ingenuos se ilusionan viendo la imagen de hombres y mujeres viviendo por meses en una estación espacial y en general con todos los logros que parecen demostrar que somos cada vez mejores viajando afuera de la atmósfera de la Tierra. Lo que no saben es que incluso esa estación espacial está conectada por un cordón umbilical con el planeta. El aire que respiran, el agua que beben, y una parte de la energía que consumen vienen de la Tierra [4]. Si a la estación espacial dejaran de ir naves de suministro (naves que van desde la Tierra) los astronautas que hoy la habitan morirían en unos meses o a lo sumo en uno o dos años (si es que no se enferman antes por otras razones).

Aire, agua y otros bichos imponen condiciones sin las cuales no podemos vivir por fuera de la Tierra. Pero hay condiciones casi invisibles aún más restrictivas.

Difícilmente vemos el aire que respiramos. Los niños lo descubren mucho después de aprender a hablar, aun cuando el aire es indispensable para vivir fuera del vientre de su madre. Si algo tan elemental es invisible, ¿cómo no iba a serlo el campo magnético de nuestro planeta? Los campos magnéticos sólo son sentidos por partículas y cuerpos que tienen propiedades eléctricas y magnéticas. Una aguja de mineral de hierro flotando en el agua o suspendida de un hilo. Cristales de magnetita en el interior de una bacteria o el cerebro de una paloma. Partículas cargadas expelidas constantemente por el Sol. Los electrones e iones responsables de las auroras boreales. Precisamente son estas cosas las que revelan la existencia del campo magnético de la Tierra. Pero no muchas cosas más. Nuestros cuerpos son insensibles al campo magnético terrestre aunque sin dicho campo no tendríamos cuerpo.

El campo invisible que nos protege del viento solar

El campo magnético de la Tierra nace a unos 3.000 km de profundidad debajo de nuestros pies (el hueco más profundo que hemos hecho los humanos solo llega a 10 km de profundidad) y se extiende en algunas direcciones hasta una distancia mayor que la de la Luna. Este campo es un producto de la evolución térmica de nuestro planeta y su composición química particular. Incluso la presencia de agua y de vida podría ser crucial para su existencia. Este “campo de fuerza” repele partículas eléctricas del Sol que golpean sin piedad a todos los planetas del sistema solar, sin distinción de tamaño o distancia. A este flujo permanente de partículas las llamamos el viento solar.

En planetas con poca suerte como Mercurio, Venus, la Luna [5] o Marte, que carecen de un campo magnético intenso, el viento solar ha erosionado sus atmósferas a lo largo de miles de millones de años, de la misma manera que el aire revuelto le quita las hojas a árboles indefensos. En algunos planetas, especialmente los más pequeños, esta erosión termina por eliminar casi completamente la ropa de gas con la que nacieron. En otros planetas más grandes como Venus, la erosión del viento solar arranca los elementos más ligeros de la atmósfera, especialmente el hidrógeno. Este elemento resulta ser justamente uno de los dos átomos que forman la sustancia más importante para la vida: el agua. Venus es un planeta completamente seco por culpa del viento solar y la ausencia de un campo magnético apreciable [6].

Algunos soñadores pensamos que globos aerostáticos portando humanos podrían poblar las nubes más altas de Venus. Allí, la temperatura y la presión son suficientemente templadas como para poder abrir una ventanilla y dejar que entre la brisa. Lamentablemente, nuestras ensoñaciones desconocen que no hay casi agua en ese aire y que al contrario, las gotículas de ácido sulfúrico que forman esas nubes terminarían corroyendo los globos y los pulmones de quiénes osen sumergirse en ese océano de aire extraterrestre.

Marte tiene atmósfera aunque no tiene un campo magnético. Su atmósfera, 200 veces más ligera que la de la Tierra, apenas si permite distinguir la superficie del planeta rojo del vacío casi total de la superficie de la Luna. Esas imágenes fascinantes que vemos en las redes mostrando los cielos color salmón del planeta rojo y que venden la idea de Marte como un desierto frío y lejano, tal vez no muy diferente a los desiertos de la Tierra, nos engañan miserablemente.

En la atmósfera de Marte hay suficiente aire y polvo para que el cielo sea rojizo y violáceo, pero no lo suficiente para que podamos abrir una ventanilla. La presión y la densidad del aire marciano (si es que se puede llamar así a la combinación extraterrestre de gases en la que a duras penas podría vivir el más resistente de los organismos) equivale a la que tiene la atmósfera de la Tierra a 30 kilómetros de altura. Incluso el medio vacío de la cima del Everest, donde mueren decenas de montañistas cada año de frío e hipoxia, es 10 veces más denso que la atmósfera marciana.

Rayos cósmicos

Volviendo al campo magnético, hay un segundo efecto que hace que la Tierra sea un vividero único.

Mientras que la mayoría de las partículas del viento solar golpea la atmósfera de los planetas sin campo o son desviadas por el campo magnético de la Tierra, que en el proceso se salva de la inevitable erosión y preserva el agua, las partículas más energéticas y rápidas de ese viento (y de los vientos producidos por estrellas remotas) logran penetrar hasta el campo magnético más poderoso. A esas partículas se las conoce como rayos cósmicos.

Invisibles también para la mayoría de nosotros, los rayos cósmicos hacen parte de los peligros naturales para la vida en el universo. Estar en el lugar equivocado en el que un rayo cósmico golpea la materia produce en un cuerpo vivo una descarga de electricidad microscópica capaz de alterar la química de nuestras células hasta matarlas (intoxicación por radiación) o modificar la información genética en ellas produciendo desde cáncer hasta mutaciones malignas en las células reproductivas e infertilidad.

Como habitantes de la Tierra, un planeta con un campo magnético relativamente intenso, somos el resultado de la evolución que produce animales que soportan los niveles de rayos cósmicos que llegan a la superficie de nuestro planeta. Pero en la Luna y Marte, que están desprovistos de campo magnético, la dosis de rayos cósmicos es mucho mayor. Se ha estimado, a partir de medidas hechas por los robots enviados a esos lugares, que permanecer un día en la superficie del planeta rojo equivale a una exposición por radiación similar a la de pasar una semana acampando cerca del defunto reactor nuclear de Chernóbil [7].

Está bien, supongamos que te puedes llevar los bichos, el aire y el agua que necesitas para Marte pero, ¿cómo evitarías morir de envenenamiento por radiación?

Algunos organismos en la Tierra, por razones que todavía no son muy claras, demuestran resistencias anormalmente altas a la radiación. Las diferencias entre los seres humanos a este respecto son asombrosas. Decenas de personas que se expusieron a niveles de radiación mortales durante la limpieza de la planta de Chernóbil no sufrieron ningún efecto de largo plazo (algunos sí murieron de cáncer, pero muchos de ellos por fumar y no por la exposición a radiación). En cambio, otras personas expuestas a la misma radiación murieron en pocas horas, y algunas todavía sufren los efectos discapacitantes de largo plazo de la que pudo ser una exposición poco severa en la cercana ciudad de Pripyat.

Tal vez algunos humanos sí podrían vivir en Marte (superadas todas las limitaciones ya mencionadas). Pero no todos nosotros. Una raza humana nueva (y aquí sí vale esta categoría biológica tan mal comprendida) más resistente a la radiación quizás podría lograrlo. Sin embargo, para descubrir quiénes de nosotros tenemos la dotación genética apropiada, muchos humanos no tan aptos tendrían que morir probando suerte, tal como ha sucedido en los millones de años de evolución biológica. Nadie sabe si entre ellos estarán los aventureros de Elon Musk o Jeff Bezos, pero lo que sí es cierto es que no parece una manera muy alentadora de cambiar de domicilio.

No se trata entonces de ir diciendo por ahí que si la Tierra no nos sirve, es decir, la nueva Tierra que estamos creando con nuestra forma de vida insostenible, pues ahí están los otros planetas para que unos elegidos vayan y los pueblen. Tampoco se trata de repetir como un mantra “no hay planeta b, no hay planeta b, …” sin entender lo que eso significa.

Son complejas las razones por las que solo la Tierra nos sirve como lugar de residencia. La más importante es a la vez muy simple y muy profunda. Nosotros, los animales humanos, y todos los organismos que nos acompañan, somos parte integrante de este planeta. No es un asunto romántico, es un descubrimiento científico que lleva más de 150 años perfeccionándose desde que Darwin y Wallace descubrieron la evolución biológica.

No hay escapatoria. O evitamos que la Tierra sea incompatible con los humanos o nos volvemos historia natural. Parece aterrador pero al mismo tiempo ¡es fascinante!

Notas y referencias

[1] Fuente: Mora, C., Tittensor, D. P., Adl, S., Simpson, A. G., & Worm, B. (2011). How many species are there on Earth and in the ocean?. PLoS biology, 9(8), e1001127. Ver también https://www.nature.com/articles/news.2011.498.

[2] Estoy muy consciente de que usar la palabra “magia” para referirse a un proceso natural no parece muy acertado. Pero al estudiar a fondo la evolución no parece haber otra palabra para referirse a ella. La evolución biológica no busca, pero encuentra.

[3]Gowlett, J. A. (2016). The discovery of fire by humans: a long and convoluted process. Philosophical Transactions of the Royal Society B: Biological Sciences, 371(1696), 20150164. Vea también: https://en.wikipedia.org/wiki/Control_of_fire_by_early_humans

[4] Aunque el 80% del agua y el 40% del oxígeno en la Estación Espacial Internacional (ISS en inglés) se recicla, el resto (que equivale a unos media tonelada de agua y 100 kg de oxígeno anuales) debe ser llevada a la ISS por naves de suministro https://www.popsci.com/how-iss-recycles-air-and-water/ y https://www.esa.int/Science_Exploration/Human_and_Robotic_Exploration/International_Space_Station/Water_in_space.

[5]En este escrito estoy usando la definición de planeta que viene de la geofísica, es decir, un cuerpo geológicamente complejo independientemente de su órbita. Bajo esta definición, la Luna así como los satélites más grandes de Júpiter y algunos asteroides grandes, son planetas en toda regla. Ver Metzger, P. T., Grundy, W. M., Sykes, M. V., Stern, A., Bell III, J. F., Detelich, C. E., … & Summers, M. (2021). Moons are planets: Scientific usefulness versus cultural teleology in the taxonomy of planetary science. Icarus, 114768.

[6] Aunque los factores que hacen de esta hermana de la Tierra un planeta seco son múltiples e incluyen el hecho de que su atmósfera es muy caliente, la ausencia del campo magnético es un factor reconocido para sus particular composición atmosférica.

[7] El nivel de radiación total que se recibiría en una misión a Marte de unos 960 días es de alrededor de 0.33 Sieverts (https://go.nasa.gov/3wFtpF9). Con esta calculadora de dosis de radiación se puede comparar esta dosis con la recibida de otras fuentes. Para saber más sobre los niveles de radiación en Marte ver https://phys.org/news/2016-11-bad-mars.html

Jorge Zuluaga.
Jorge Zuluaga.

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