Las medidas a adoptar en el sector energético en Colombia deben estar condicionadas por las directrices medioambientales a nivel nacional y mundial. Además, deberían basarse en predicciones científicas y no ser (o al menos no ser solo) el resultado de negociaciones políticas. Dado su contexto, los autores tratan de tomar como referencia la política europea y en particular la española, principalmente el borrador del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) y la Ley de Cambio Climático y Transición Energética (LCCTE), con el fin de adaptar algunas de las ideas que recogen para cuestionar su aplicabilidad a una situación bien distinta como es la colombiana.
Aunque la situación de Colombia es muy distinta a la europea y en particular a la española, nos ha parecido pertinente mostrar de forma resumida la evolución de las políticas europea y española en el sector del transporte, porque nos parece que puede ser útil como referencia para el caso colombiano. Este sector es uno de los protagonistas en los problemas energéticos y medioambientales de todos los países del mundo, y aunque actualmente Colombia no contribuya significativamente a la emisión mundial de gases de efecto invernadero (GEI), no dejan de preocupar la vulnerabilidad energética del sector transporte, marcada por una fuerte dependencia de los combustibles fósiles, así como la falta de estrategias claras y contundentes que permitan llevar a la práctica las políticas recientemente trazadas por el gobierno nacional para garantizar además de la seguridad y sostenibilidad energética en el mediano y largo plazo, el cumplimiento de los compromisos adquiridos internacionalmente para reducir las emisiones de GEI. A pesar de que las políticas de impulso a los biocarburantes (biocombustibles para uso en motores de combustión interna) en Colombia, principalmente el biodiésel de palma y el bioetanol de caña de azúcar, han sufrido grandes oscilaciones asociadas al gobierno de turno, éstos han mantenido su participación en la canasta energética del sector del transporte terrestre. Por lo anterior, en este artículo los autores revisan la pertinencia de tomar las actuales leyes europea y española como referentes en el marco de la sostenibilidad energética para el sector del transporte en Colombia.
Política europea para la sostenibilidad del transporte
En las últimas décadas, el modelo energético utilizado en el transporte ha sufrido numerosos cambios como consecuencia de los problemas asociados al mismo. Entre estos problemas (desigual distribución de recursos, dependencias internacionales, volatilidad de precios, perspectivas de agotamiento, contaminación local y cambio climático), el más determinante ha sido el gran impacto de la masiva utilización de los combustibles fósiles sobre el cambio climático. Esto ha puesto en evidencia la gran dificultad que supone reducir las emisiones de efecto invernadero si no se actúa de forma urgente sobre dicho modelo energético.
La Unión Europea ha sido pionera en las políticas de sustitución de combustibles fósiles en el transporte desde la aprobación de la directiva 2003/30/CE [1] y, especialmente, seis años después, con la aprobación de la directiva 2009/28/CE [2]. La directiva de 2003 estableció los primeros objetivos de consumo de biocarburantes, prácticamente en desuso hasta entonces en el transporte. Los problemas generados por el rápido crecimiento de los primeros biocombustibles en cuanto a su dudosa sostenibilidad medioambiental, al margen de la generación de algunos conflictos sociales y la competencia con el sector de la alimentación, motivaron que la directiva de 2009 propusiese una metodología para el cálculo de las emisiones de CO2-equivalente en ciclo de vida. Esta metodología supuso la base sobre la que contabilizar las cifras objetivo, y fue un gran éxito de consenso mundial. Sin embargo, la propia directiva dejaba pendiente de resolver (por dificultades en la trazabilidad) uno de los términos que más podrían influir en la sostenibilidad: las emisiones debidas al uso indirecto de la tierra (ILUC). Ante la imposibilidad de definir un método objetivo, se optó por la categorización de distintos tipos de biocombustibles, apareciendo en 2015 (directiva 2015/1513/CE [3]) por primera vez el concepto de biocombustibles avanzados y de biocombustibles convencionales, sobre los que se fijaron objetivos mínimos y máximos, respectivamente, para 2020.
En Diciembre de 2018 se aprobó la última de las directivas europeas (2001/2018/EU [4]), y poco después (ya en 2019) se aprobó por fin una metodología para identificar los biocombustibles con alto riesgo de ILUC, seguro que muy mejorable, pero al menos una primera versión. En dicha directiva, cuyo foco es 2030, ya no se promociona el uso de biocarburantes (solo los avanzados siguen impulsándose), sino la intervención de la energía de origen renovable en el transporte. Y no solo adquiere importancia la electrificación en el transporte (ya promocionada en la anterior directiva), sino por primera vez los electrocarburantes, definidos en la directiva como combustibles de origen renovable no biológico, es decir, combustibles sintéticos procedentes de CO2 y/o H2O fabricados con energía eléctrica renovable (como el hidrógeno, el metanol, el amoníaco o algunos hidrocarburos o hidrocarburos oxigenados), mediante procesos comúnmente denominados “power to x”, donde x puede ser líquido (PtL) o gas (PtG).
Política española para la sostenibilidad del transporte
En pleno confinamiento por la pandemia del COVID-19, se ha enviado a las Cortes españolas, con el consenso suficiente para asegurar su aprobación, el Proyecto de Ley para el Cambio Climático y la Transición Energética (de momento PLCCTE [5] y próximamente LCCTE). Esta ley, desarrollada casi en paralelo al Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC [6]), cuyos objetivos se proyectan hacia 2030, pretende servir de guía hasta la mitad del siglo. La ley refleja un cambio radical de actitud frente a las políticas medioambientales continuistas anteriores que tradicionalmente han ido arrastras de Europa, y pretende servir de motivación para visualizar una pandemia (el cambio climático) oculta tras la pandemia bien visible en nuestros días. En algunos puntos, como el objetivo de alcanzar la neutralidad climática (emisiones netas de gases de efecto invernadero nulas) en 2050, está en línea con el objetivo propuesto para toda Europa en la directiva climática (EU) 2018/1999 [7] y la posterior propuesta de Reglamento [8]. En otros puntos, probablemente tenga además vocación de contagio hacia el resto de Europa. Sin embargo, la ley parece ser el resultado de las negociaciones entre los socios de gobierno (como lo demuestran los cambios arbitrarios de última hora en algunas de las cifras objetivo), más por motivaciones de protagonismo político que por motivaciones científicas.
Muchas de las medidas no se justifican, ni se explica cómo podrían conseguirse. Con toda probabilidad, algunas cómo la mejora de eficiencia del 40% para 2030 no tienen en la actualidad el respaldo tecnológico como para poder garantizarse su cumplimiento. Otras como la de reducción del 35% del consumo energético primario, requerirían, además de la mencionada mejora de eficiencia, un cambio radical en los hábitos sociales de uso racional y eficiente de la energía y los recursos naturales, sobre los que nada se menciona en la ley.
La LCCTE, ignorando las directivas europeas, propone objetivos para el transporte sobre las emisiones de CO2 directas, en vez de hacerlo sobre las emisiones netas o sobre las emisiones en ciclo de vida, echando así por tierra tantos esfuerzos de consenso para establecer una metodología de cálculo unificada. La eliminación parcial en 2040 y total en 2050 deja a los biocarburantes como un producto que apareció a principios de siglo y que desaparecerá a mediados: una era con principio y final (ver Figura 1). Un periodo de enorme esfuerzo tecnológico destinado a desaparecer, y con él una gran carga de conocimiento y avances, a veces basados en la imitación biológica. Sólo el subsector de la aviación (que actualmente consume alrededor del 18% de la energía consumida en el transporte) se plantea como destinatario de los biocarburantes avanzados y los electrocarburantes. Ni siquiera se contempla el problema medioambiental (y en buena parte climático) de la eliminación de residuos, problema que los biocarburantes avanzados parecían destinados a mitigar. Por último, tampoco es coherente que por un lado el PNIEC (y en general todos los planes nacionales europeos) potencien la bioelectricidad (que en España pretende casi doblarse), y en cambio la LCCTE suprima la biopropulsión [9].
Figura 1. Medio siglo para la sustitución de carburantes fósiles. Política energética española en el marco de la europea. Los puntos azules indican objetivos marcados por las directivas europeas y los rojos los marcados por la LCCTE. Las líneas de proyección futura se han construido compatibilizando ambos objetivos.
Política colombiana para la sostenibilidad energética del transporte
A diferencia de la situación europea y española analizadas arriba, el sector transporte en Colombia no cuenta con un marco legal de sostenibilidad energética motivado por la reducción de GEI, sino más bien enfocado a propender a la diversificación de la canasta energética, con un interés cada vez más enfocado hacia la electromovilidad, dejando un gran vacío en el plazo intermedio [10]. Esto podría obedecer principalmente a tres razones: i) la importancia del consumo energético del sector, ii) la legislación tan reciente en materia de compromisos internacionales sobre cambio climático en el país y iii) el impacto de la contaminación localizada en grandes centros urbanos y sus implicaciones inmediatas sobre la salud humana.
En cuanto al consumo energético, en 2019 el transporte representó el 40% de la energía primaria del país [11], ubicándolo en primer lugar por encima de sectores como el industrial, residencial, comercial, agricultura, construcción y minería. En este mismo año, los combustibles fósiles representaron cerca del 90% del total, mientras que los biocombustibles convencionales (biodiesel de palma y bioetanol de caña de azúcar) el 10%, y apenas un 0.07% correspondió a la electricidad. Por otra parte, un estudio reciente permitió identificar que el sector transporte concentraba la mayor ineficiencia energética del país, representando el 66% del total de la energía perdida en Colombia [12]. El transporte público de buses y busetas supone un aprovechamiento de energía útil de tan sólo entre 8% y 10%, valores que son claramente inferiores a los obtenibles con las mejores tecnologías disponibles en el ámbito nacional e internacional, lo que debería derivar en darle prioridad a políticas de mejora de eficiencia energética del sector.
Desde el aspecto técnico, el sector transporte está regulado por tres ministerios: Ministerio de Minas y Energía (MME), Medio ambiente y Desarrollo Sostenible (MADS), y Transporte (MTTE), abarcando desde la calidad de los combustibles, su impacto en el cambio climático y su reemplazo de fósiles por electromovilidad, la homologación de la tipología de los vehículos y las emisiones contaminantes. Por su parte, el marco regulatorio encaminado a lograr el cumplimiento de los compromisos adquiridos en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) para disminuir los GEI no controlados por el protocolo de Montreal es reciente: Tan solo en 2015 el país presentó el primer informe bienal de actualización (IBA-1) de GEI [13], en el que el sector transporte se llevó el primer puesto con el 16.7% de la emisión total, y posteriormente para el 2018, en el segundo IBA, descendió al tercer lugar con el 12%, después de los emitidos por tierras forestales (17%) y pastizales (14%) [14]. Ambos informes revelan la importancia del sector en el ámbito de las emisiones de GEI, y por lo tanto demandan políticas puntuales, dentro de las cuales las desarrolladas en Europa, y particularmente en España, podrían servir como referencia a considerar, tal como ya se ha hecho con la adopción de las normas de control de contaminación ambiental para vehículos nuevos, a través de las resoluciones 910 de 2008, y la 1111 de 2013. Esta última obligó a que todos los vehículos con motor diésel deberían cumplir el estándar Euro 4/IV a partir de 2015 en el país, y que reclaman una rápida actualización [15, 16].
La ley 1931 de 2018 estableció las directrices para la elaboración de un Plan Integral de Gestión del Cambio Climático (PIGCC) en el territorio [17], que fue adoptado por el Ministerio de Minas y Energía mediante la Resolución 4 087 del mismo año, para fijar las metas de reducción de GEI por líneas estratégicas, correspondiéndole a esta cartera una reducción en el rango de 2.48 a 12.3 Mt CO2eq al año 2030. Este decreto, el más reciente a la fecha en materia de cambio climático, deja en evidencia no sólo que estamos en una fase muy inicial del proceso de establecimiento de políticas claras de sostenibilidad energética en el sector transporte, sino que además muestra el poco impacto que podrían tener las políticas allí contempladas, enfocadas a formular un programa de reemplazo tecnológico por electromovilidad únicamente en la flota de entidades públicas, cuya línea de tiempo quedó fijada en la ley 1964 de 2019, así como pretender definir la viabilidad de usar el Gas Natural Licuado (GNL) en el sector transporte, a sabiendas de que éste es de origen fósil, de que el metano es 25 veces peor que el CO2 en su impacto sobre el cambio climático, y de que conlleva procesos de licuefacción y gasificación intensivos en consumo energético haciendo que sus emisiones en ciclo de vida no sea tan beneficiosas.
Finalmente, la ley 1964 de 2019 [18], que además de los tres anteriores involucró al Ministerio de Industria y Comercio, planteó tres estrategias para impulsar la electrificación del transporte: i) eliminar restricciones de circulación vehicular, ii) introducir un mínimo del 30% de electrificación en vehículos de gobierno y iii) presentar una línea de tiempo para la penetración de la electrificación en las flotas de transporte público masivo, pasando del 10% en 2025, al 100% en 2035.
A diferencia de las políticas de Europa y España, en Colombia no se contempla una hoja de ruta para la sustitución de combustibles fósiles por biocombustibles de ningún tipo o por los electrocombustibles (PtL o PtG). No se deja claro cómo sería la política de diversificación energética en el sector, ni tampoco cómo se garantizará en el mediano y el largo plazo el suministro de la energía eléctrica procedente de fuentes renovables. Actualmente, el 68.3% de la generación procede de la hidroelectricidad, la cual desafortunadamente es altamente vulnerable a los cambios extremos del clima [19].
Haciendo una mirada retrospectiva sobre el sistema legal que ha regido al sector transporte en el ámbito energético colombiano, se observa que adolece de planificación y de sustento sólido en criterios técnicos, con un apoyo tímido en el sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación, dando favorabilidad o quitándosela a ciertos recursos energéticos como el gas natural o los biocombustibles según los intereses del gobierno de turno, sin reconocer su importancia del sector como actor principal en la emisión de GEI, y queriendo saltar directamente, sin una hoja de ruta clara, hacia la electromovilidad.
El papel de los biocarburantes en la sostenibilidad energética de Colombia
A pesar del papel relevante que pueden jugar los biocarburantes de cara a la sostenibilidad energética del sector, reduciendo el consumo de combustibles fósiles, y las emisiones netas de CO2, no han sido considerados dentro del Plan Energético Nacional, que se constituye en el eje fundamental para que Colombia pueda materializar su política de transformación energética a la luz de los compromisos adquiridos con los objetivos de desarrollo sostenible (ODS), COP21 (2015), COP25 (2019), y con la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) [10].
El interés por los biocarburantes data de comienzos de la década de los cuarenta del siglo pasado, cuando 18 años después de iniciado en Brasil, en 1942 se presentó el fallido proyecto de ley sobre el “Empleo obligatorio de los alcoholes de caña de azúcar y yuca, mezclados con gasolina”. Habría que esperar hasta 1980, año en el que se expide el Decreto 2153 que determinó las bases para el Programa Nacional de Alcohol [20]. Sin embargo, sería la ley 693 de 2001, la que argumentando la necesidad de garantizar la sostenibilidad energética y ambiental, y fortalecer el desarrollo económico del sector agroindustrial, daría lugar a la creación del actual programa de bioetanol de caña de azúcar [21]. Por su parte, el biodiesel se gestaría a partir de la ley 939 de 2004 con la que se dio el estímulo para la producción y comercialización de biocombustibles de origen vegetal o animal para uso en motores diésel [22]. Desde entonces, ambos biocombustibles han sido objeto de muchas regulaciones que definen los contenidos máximos de mezcla permisibles con los combustibles fósiles convencionales, el establecimiento de los parámetros de calidad mínimos que deben cumplir, y su estructura de precios.
Teniendo en cuenta la situación específica colombiana, los biocarburantes tienen que jugar un papel muy importante en las próximas décadas, y para eso las directivas de sostenibilidad europeas pueden ser una referencia, y medidas políticas de eliminación de las emisiones directas de CO2 como las promulgadas en España no deberían ser aplicables de momento al caso colombiano por las siguientes razones:
- El elevado potencial agrícola colombiano que actualmente está infrautilizado, lo que permitiría el desarrollo de la agroenergía, condicionado a que se garanticen los mecanismos para que los productores de biocombustibles no pongan en riesgo la seguridad alimentaria del país [23].
- Necesidad de aprovechar altos volúmenes de residuos de las agroindustrias de la caña de azúcar y de la palma de aceite.
- La sustitución de cultivos ilícitos y la recuperación de tierras degradadas por la ganadería intensiva.
- La vulnerabilidad del sistema de generación eléctrica basado principalmente en la hidroelectricidad.
- La falta de preparación para afrontar mejoras tecnológicas de las instalaciones.
- La necesidad de incluir la biomasa en la generación eléctrica por su capacidad de almacenamiento, lo cual haría contradictorio no fomentar igualmente la biopropulsión.
Si Colombia incorpora la última directiva europea en biocarburantes (EU 2018/2001), claramente deberá olvidarse de continuar utilizando el aceite de palma como materia prima para producir biodiésel y diésel renovable, por ser considerada de alto riesgo en el indicador de cambio en los usos de la tierra (ILUC). Los tres parámetros considerados en esta metodología afectan a superficies con más de 100.000 ha de monocultivo, que hayan presentado una expansión anual de terrenos de producción desde 2008 mayores al 1%, y cuya proporción en la expansión de cultivos en tierras con elevadas reservas de carbono supere el 10%. Si a pesar de estos criterios de insostenibilidad se siguiera apostando por la palma con argumentos de tipo social y económico, deberá vigilarse estrechamente que no se afecten bosques tropicales y que no se produzca más expansión en la dedicación agrícola a la palma.
Reflexión pos-pandemia
Esta pandemia ha servido para observar que con un cambio de actitud, al margen de políticas de promoción de biocarburantes y de electrificación vía fuentes renovables no convencionales, es posible adoptar otras formas de movilidad no motorizada que pueden representar enormes ahorros de energía y por tanto de emisiones. Dicho cambio en las actitudes impactaría directamente la lucha contra el cambio climático. Pero se está desaprovechando la oportunidad de dar los mensajes adecuados, porque los que se están dando están motivando el uso masificado de los vehículos particulares, de no aprovechar la movilidad compartida, y generando grandes cantidades de residuos asociados al manejo sanitario del Covid-19.
Bibliografía
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