El huracán Iota, que ahora recorre con su halo de destrucción el Caribe continental, nos ha vuelto a desnudar la fragilidad de los ecosistemas y la prepotencia con que el hombre los ha aprovechado para su propio beneficio. Iota no es un desastre natural. Es una consecuencia natural del daño que hemos propinado al equilibrio del planeta.

 

Ahora, cuando acudimos impotentes e impávidos a observar los daños provocados por el huracán, otro más en la larga lista de fenómenos climáticos que ya agotaron, incluso, la nomenclatura para nombrarlos, nos volvemos a preguntar, con algo de soberbia, si lo que está pasando es algo nuevo o, por el contrario, estamos pagando viejas deudas con la naturaleza.

 

Este 2020 no sólo el año más caliente de las últimas décadas, sino el de mayor número de fenómenos climáticos asociados a las tormentas tropicales y los huracanes desde que se tiene registro de ellos. Tal como lo habíamos advertido en otro informe sobre huracanes, esta temporada sería la más intensa, pues no sólo es la primera vez que regiones como las islas de San Andrés y Providencia, en el Caribe colombiano, afrontan un huracán de categoría 5, sino que no es normal que a mediados de noviembre estemos presenciando este tipo de fenómenos y con tan poco tiempo de diferencia. Ya son 30 en menos de tres meses y medio.

 

Existe abundante evidencia de lo segundo. Basta con revisar la literatura existente para comprobar que hace décadas el planeta viene pidiendo a gritos un cambio de fondo en la forma de relacionarnos con él. No sólo hemos aumentado a niveles impensables la explotación de recursos naturales, sino que hemos devuelto a la propia naturaleza los sobrantes y desperdicios de nuestra sed de consumo y la avaricia a la hora de proteger la biodiversidad y los ecosistemas.

 

Estamos en la década de los incrementos más altos de temperatura planetaria, así como de emisión de gases de efecto invernadero, de acidificación de los océanos, de pérdida de biodiversidad, de deforestación, de uso de combustibles fósiles, de tráfico de especies y, por supuesto, de mayores daños y pérdidas por fenómenos climáticos.

 

Iota es un pasajero más en el viejo tren de la “tragedia de los comunes”, esa manifestación inequívoca de que unos pocos han usado para su propio beneficio lo que nos pertenece a todos.

Y esa tragedia de los comunes es la que ahora vemos, pero no comprendemos o, peor, no queremos comprender, porque lo que ocurre ahora en el Caribe colombiano, en especial en San Andrés y Providencia, está relacionado con los daños causados por la ola invernal en Antioquia, Chocó, La Guajira, los Santanderes y Boyacá, entre otros.

 

La cifra de víctimas fatales está por consolidarse, pero los damnificados en todo el país superan las 300 mil personas. Son 250 municipios afectados en 25 departamentos y más de 360 eventos naturales ha atendido la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres.

 

Esa estela de destrucción y muerte también tiene que ver con Centroamérica y parte de los Estados Unidos, donde todavía se sienten los efectos del huracán ETA y se preparan para el embestida de Iota, que no será la última, pero ojalá sí menos catastrófica que las anteriores, porque están frescas las imágenes de Andrew (1992), Katrina (2005), Sandy (2012) y Harvey e Irma (2017), todos de categoría 5, con vientos de más de 250 kilómetros por hora.

 

La cifra de víctimas que dejó ETA por Centroamérica superó las 200 personas, pero los daños materiales y los damnificados no se ha establecido, porque Iota golpeó tan rápido y fuerte que no dejó llegar a muchas regiones de la región.

 

De San Andrés a Dabeiba

Los efectos de Iota sobre el Caribe insular y continental, que en la madrugada de ayer alcanzó categoría 5 y se aproxima a las costas centroamericanas y de los Estados Unidos, tienen relación con las lluvias torrenciales y los deslizamientos que afectaron varios municipios de Antioquia, en especial Dabeiba, Urrao y Vigía del Fuerte, este último en los límites con el Chocó, otra región históricamente golpeada por lluvias intensas y desbordamientos de los ríos.

 

Y la relación es simple y contundente: ambos fenómenos tienen que ver con el calentamiento de los océanos y como consecuencia, entre otros, de la concentración de gases de efecto invernadero (GI) que no sólo aumentan la acidificación de sus aguas, sino que afectan la capacidad de absorción del gas carbónico (CO2) que se produce en la tierra, debido a la combustión de hidrocarburos, destrucción de los bosques, contaminación de los ríos y la fragmentación de los ecosistemas.

 

En un informe especial publicado el pasado 23 de agosto en este mismo portal, ¿Huracanes más severos como consecuencia del cambio climático?, fue evidente que uno de los impactos del cambio climático más esperados y preocupantes es que los eventos meteorológicos extremos se vuelvan más extremos. Sequías o tormentas se pueden volver más frecuentes, intensos y/o duraderos como consecuencia del cambio climático, con impactos sociales y ambientales adversos y severos.

 

Colombia, por ejemplo, tendría que revisar los aprendizajes que dejó la temporada de invierno de 2010-2011, cuando el fenómeno de La Niña provocó los estragos más severos y costosos de la historia reciente, con pérdidas económicas por más de 23 billones de pesos, así como cientos de víctimas y damnificados por las intensas lluvias.

 

El municipio de Dabeiba, en Antioquia, fue uno de los más afectados por la intensidad de las lluvias y los coletazos del invierno que trajo La Niña, otra prueba irrefutable del cambio climático. Foto: El Tiempo.

 

Prevenir, una tarea entre ruinas

Resulta un imperativo ético y político responder con urgencia a los daños materiales y la pérdida de vida en los actuales momentos, pero es urgente revisar, reconocer y hacer enmienda en torno a cómo seguimos gestionado el riesgo de desastre en nuestro país, porque hay evidencia de que no lo hemos hecho bien, pese a nuestra larga tradición de daños naturales y calamidades climáticas.

 

En el documento de la Misión de Ciudades que el Departamento Nacional de Planeación publicó y socializó en 2014 con todos los actores territoriales, la academia y el sector privado, quedó plasmada una hoja de ruta sólida y de largo plazo que permitiera abordar de forma articulada la planificación urbana con criterios de sostenibilidad, dando una especial fuerza a la gestión del riesgo como eje central de la Política de Cambio Climático.

 

En uno de sus capítulos, por ejemplo, la Misión advertía que el aumento en las precipitaciones y las épocas de sequía aumentarían en rangos del 40 por ciento en relación con las presentadas entre 1990-2010, siendo las regiones Caribe y Andina las más vulnerables. ¿No es eso lo que hoy estamos viendo?

 

Además, como parte de las recomendaciones, esa misma Misión sobre Ciudades demandó la necesidad de “contar con una institucionalidad para la gestión del cambio climático en el país, que sea fuerte y eficaz, que permita una gestión compartida y coordinada de todos los sectores toma aún más relevancia en el contexto actual de cambio ambiental global y de las afectaciones causadas por fenómenos como La Niña.

 

Las cifras dejadas por la crisis ambiental de 2010-2011 eran suficientes para haber tomado decisiones de fondo. La emergencia afectó a más de 3,3 millones de personas, 965 vías, 1 millón de hectáreas de cultivos, 2.277 centros educativos, 556.761 estudiantes y 371 centros de salud. Murieron 448 personas, 73 quedaron desaparecidas, 1,4 millones de animales desplazados, 12.908 viviendas destruidas y 441.579 averiadas

El país, entonces, pasaba la página del dolor causado por el terremoto del Eje Cafetero de 1999, y parecía dispuesto a poner en práctica el enorme capital humano y el conocimiento adquirido en la gestión del riesgo de desastres y evitar repetir los estragos de Armero, que por estos días recordamos con dolor después de 35 años de haber ocurrido, pero con igual certeza, relacionados con el cambio climático, tan vigente como en ese entonces, así no lo hubiéramos anticipado.

 

De tragedia en tragedia

No habla bien de nuestros sistemas de prevención conocer que entre 1970 y el 2011 se registraron en el país más de 28.000 eventos naturales que generaron impactos considerables sobre ciudades de distinto tamaño y localización, entre los cuales cerca del 60% se reportaron a partir de los 90.

 

La inversión en gestión del riesgo para el país, por ejemplo, era de $13.000 per cápita en 2011, muy bajo en comparación con otros países de la región donde el promedio es de 24.000 por persona.

 

Y lo peor, entre 2010 y 2018, el número de eventos climáticos severos aumentó cerca del 18 por ciento, con no menos de 20 mil víctimas y damnificados por inundaciones y deslizamientos, así como inversiones para atender emergencias por casi 20 billones de pesos, la mayoría en ayudas humanitarias y recuperación de infraestructuras viales.

 

Hemos cometido el error de no hacer de la naturaleza un aliado para el desarrollo y, por el contrario, la hicimos nuestra enemiga. El Estudio de Ciudades del DNP lo hizo evidente cuanto aseguró que la fragmentación de las ciudades es un espejo fiel de la fragmentación de los ecosistemas y las soluciones basadas en la naturaleza, porque se ha privilegiado lo estético sobre lo funcional.

 

Organismos como el Banco Interamericano de Desarrollo y la CEPAL coinciden en que Colombia no cuenta con los instrumentos adecuados para precisar las condiciones técnicas por medio de las cuales se puede abordar el tema del cambio climático en cada ciudad y región de forma diferenciada ni ha interiorizado administrativamente el alto riesgo que implica.

 

No existe una cultura de prevención del riesgo y, por ende, no hay conciencia de las responsabilidades compartidas a la hora de enfrentarlo. El DNP, para el Estudio de Ciudades, hizo varias encuestas y los resultados indicaron que hay incoherencia entre la percepción del riesgo y la toma de medidas: mientras más del 80% de los encuestados consideró que se trata de un tema importante, en las ciudades son escasas las medidas para atenderlo.

 

Esa falta de prevención y del uso de los datos para la toma de decisiones son las que hoy estemos viendo un desastre como el del Caribe colombiano sin que hubiéramos podido anticipar los efectos de Iota y haber hecho evacuaciones tempranas, tal como ocurre en otras regiones del hemisferio y, en especial, de los Estados Unidos.

 

Quedamos advertidos

Así las cosas, mientras Iota pasa con su poder destructor por el Caribe y Colombia busca atender la emergencia en San Andrés y Providencia, en Antioquia se ajustan las medidas y las acciones contenidas dentro de la declaratoria de Emergencia Climática que se adoptó en febrero de 2020 como parte de una estrategia articulada y de largo plazo para mitigar los efectos del cambio climático.

 

El Comité Científico creado para tal fin debe abordar con criterio técnico, pero también de consenso político y amplia participación ciudadana, los retos de la crisis ambiental, porque las conclusiones del Panel Intergubernamental de Cambio Climático sigue tan vigentes como prioritarias de atender:

 

  • Es muy probable que el nivel del mar siga aumentando como consecuencia del cambio climático, y que como consecuencia de esto se agraven los impactos de las inundaciones causadas por tormentas tropicales y huracanes.
  • Es probable que aumente la intensidad de la lluvia causada por tormentas tropicales y huracanes, lo que agravaría aún más los impactos de las inundaciones.
  • Es probable que aumente la intensidad del viento de las tormentas tropicales y huracanes, lo que aumentaría el poder destructivo de estos eventos extremos.
  • Es probable que los huracanes muy intensos (categoría mayor o igual a 4) se vuelvan más frecuentes.