Hoy es un día lluvioso de octubre en la ciudad de Medellín. Esta mañana desperté con una tristeza profunda, después de un sueño bastante realista: Me encontraba en clase con mis estudiantes, hablando sobre el Acuerdo de París, y les contaba sobre lo lejanos que están los compromisos pactados al momento por los diferentes países del mundo para impedir que las temperaturas globales superen 2ºC respecto a niveles pre-industriales. Para ilustrarles las consecuencias que estos aumentos de temperatura están generando, les mostraba un video en el que un cocodrilo estaba siendo atacado por cazadores en medio de las llamas. Ese sueño no fue aleatorio. Hace algunos días había leído reportes sobre los incendios que ocurrieron en septiembre en el Pantanal Brasilero, un santuario de flora y fauna que alberga la mayor población de cocodrilos del mundo.
Cuando en algunas conversaciones cotidianas, conferencias o medios de comunicación se hace referencia al “cambio climático”, generalmente se plantea una discusión respecto al aumento de temperaturas que se ha venido registrando en el planeta como consecuencia del incremento de gases de efecto invernadero en la atmósfera, y que esas concentraciones han aumentado debido a emisiones por actividades humanas. Esto último, en el mejor de los casos, pues existe un negacionismo abrumador de las causas de la alteración antrópica del sistema climático. Si bien el aumento de temperaturas a nivel global es una de las manifestaciones más notorias y conocidas del cambio climático, no es la única. Cada día se reporta con mayor detalle que este aumento de temperaturas ha generado, entre muchos otros cambios: desaparición de la criósfera (tanto hielo marino como continental) que ha contribuido a un aumento progresivo en el nivel del mar y liberado grandes cantidades de metano a la atmósfera; mayor acumulación de calor en las aguas oceánicas que, en conjunto con la creciente absorción de dióxido de carbono por parte del océano, ha provocado una acidificación del mismo, afectando la biosfera marina (por ejemplo, los corales de aguas tropicales) y la cadena alimenticia; y mayor frecuencia de eventos extremos del ciclo hidrológico, que se traduce en una mayor ocurrencia de tormentas intensas, inundaciones o heladas, por un lado, y de sequías, olas de calor o incendios forestales, por el otro. En este sentido, el cambio climático es una alteración de todo el sistema climático que trasciende a otros sistemas, imponiendo inminentes amenazas para los ecosistemas, convirtiéndose así en uno de los principales motores de pérdida de biodiversidad a nivel global.
Si damos un vistazo a este año 2020, que recordaremos por siempre por esta pandemia global que ahora enfrentamos, podemos tomar nota de múltiples eventos que evidencian que el cambio climático no es un asunto de un futuro lejano e imperceptible, como algunos consideran. El año inició con grandes incendios forestales en Australia, observados desde finales del año pasado debido a las altas temperaturas y bajas precipitaciones en la región, y que causó la pérdida de hábitat de numerosas especies, entre ellas el Koala, especie declarada extinta funcionalmente. Para mediados de año, el Ártico, la región del planeta en la que las temperaturas aumentan a mayor velocidad, experimentó, durante varios días consecutivos, temperaturas superiores a 38ºC, en pleno Círculo Polar Ártico, con consecuentes incendios en Siberia que liberaron a la atmósfera la misma cantidad de dióxido de carbono que España emite durante un año. Unas semanas después, el oeste de Estados Unidos experimenta los incendios forestales más fuertes y extensos en las últimas décadas, afectando en mayor medida a especies en peligro de extinción, generando pérdida notable de vegetación y dejando sin hogar a los habitantes más vulnerables de los estados afectados. Además, en septiembre se registraron incendios forestales en el Pantanal Brasilero, provocando una pérdida devastadora de flora y fauna en uno de los mayores humedales del mundo. Pero este menú 2020 no solo nos ofrece incendios forestales. La temporada de tormentas tropicales y huracanes del océano Atlántico norte de este año ha sido una de las más activas en registros. Para el presente año, ha sido necesario recurrir a nombres de letras griegas pues ya se han usado las letras de nuestro alfabeto para nombrar las tormentas identificadas hasta la fecha. Esto solo ha ocurrido una vez en la historia de registros, en el año 2005, cuando ocurrió el recordado huracán Katrina. Por su parte, en India, las lluvias monzónicas de mitad de año obligaron al desplazamiento de grandes poblaciones en condición de extrema pobreza. Para finalizar este recuento rápido de lo que llevamos de 2020, en agosto se reportó la que podría ser la máxima temperatura registrada en la superficie terrestre desde que existen mediciones instrumentales, en el Valle de la Muerte, Estados Unidos, donde se registró una temperatura superior a los 54ºC.
Durante varias décadas, instancias como el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) o la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES) han presentado evidencia irrefutable que nos demuestra que la mayoría de los cambios del sistema climático identificados durante las últimas décadas se deben a las perturbaciones que el ser humano ha generado en el planeta. Sin embargo, tal evidencia irrefutable ha sido triste y descaradamente ignorada en medio de un sistema económico como el que sostiene la humanidad. Esta pandemia global comparte las mismas causas estructurales del cambio climático: el actual modelo basado en la explotación deliberada y arbitraria de la naturaleza, promoviendo el tráfico desmedido de flora y fauna (causa inherente a esta pandemia), la pérdida de biodiversidad (no solo impulsada por el cambio climático sino también por actividades económicas extensivas como la agricultura, la ganadería y la minería), y grandes riesgos de colapso en la seguridad hídrica y alimentaria de múltiples especies, entre ellas la especie humana. Así, este sistema económico no sólo se basa en una visión extractivista de la naturaleza sino de la especie humana misma. La configuración de este modelo ha conllevado a sociedades absurdamente desiguales e inequitativas en las que el capital económico se construye exacerbando cada vez más estas diferencias, perpetuando un esquema con numerosas comunidades humanas en condiciones de altísima vulnerabilidad. La pandemia por Covid-19 y el cambio climático nos demuestran que son precisamente las poblaciones más vulnerables las que sufren las peores consecuencias de los cambios experimentados, mientras que aquellos que han construido su bienestar en función del detrimento de gran parte de la especie humana siguen engrosando sus arcas, como se ha observado en Latinoamérica durante esta pandemia con el crecimiento de las fortunas de los mayores empresarios de la región. Las poblaciones más afectadas por los impactos del cambio climático, bajo este modelo extractivista, han sido y seguirán siendo poblaciones que experimentan pobreza, limitado acceso a la educación, escasez de alimento y agua, opresión a la mujer, discriminación de las minorías y asedio por la violencia. Y estas características no son objeto del azar. Son el producto de un sistema devastador.
Es por esta razón que encuentro particularmente peligroso que consideremos que la mitigación del cambio climático se logra con una “simple” transición a otras formas de energía. Si bien es fundamental migrar a otras formas que satisfagan la demanda energética de la humanidad, diferentes a los combustibles fósiles, es necesario plantear una transición justa. Podríamos, por ejemplo, tener una transición a energías renovables (que finalmente, son otra forma de negocio), promoviendo el mismo sistema que aplasta a muchos en beneficio de unos pocos. La desigualdad e inequidad social y el extractivismo de la naturaleza podrían seguirse incrementando bajo un modelo económico más “verde” que no resuelva las causas estructurales de esta crisis. Es por esta razón que la discusión no puede reducirse a una mera “descarbonización” de la economía. Necesitamos construir e implementar un nuevo orden económico y social. La pandemia que ahora vivimos y el cambio climático son dos de las primeras consecuencias del colapso innegable de este sistema. La pérdida masiva del 25% de la biodiversidad global (que ocurrirá durante las próximas décadas, como lo advierte la evidencia científica), la creciente aridificación de zonas secas con escasez de agua, la mayor frecuencia de eventos asociados a precipitaciones intensas e inundaciones, entre otros, afectarán (y están afectando) en mayor medida a las poblaciones más vulnerables como efecto más contundente de esta crisis, no sólo climática sino, por encima de todo, humana.
Si bien resulta abrumador dar un vistazo a las noticias recientes del mundo, incluyendo Colombia (así como puede resultar leer esta columna), existe potencial para el cambio. Hay tecnologías, hay posibilidades… Pero escasea la voluntad política. Creo que nunca antes la participación ciudadana, la sociedad civil organizada en pro de conformar un colectivo caminando decididamente en la misma dirección, había adquirido una dimensión tan urgente. Necesitamos que los colectivos con pensamiento crítico y con conocimiento de causa puedan seguir movilizándose y defendiendo sus derechos, y necesitamos comprometernos con el apoyo a estos. Escribo esta columna pensando en ello, deseándolo, proyectándolo. El mundo arde en llamas, Colombia se desangra en medio de asesinatos continuos a líderes sociales y ambientales, entre otras múltiples violencias que la búsqueda de control sobre los recursos naturales ejerce contra vidas humanas y no humanas… Nunca antes ha sido tan importante un colectivo sensible y decidido a actuar, que impulse el cambio… Mi sueño, con cocodrilos huyendo de los cazadores y del fuego que los envuelve a todos, emerge del imaginario de un futuro distópico de un mundo en llamas… Los cazadores, que somos todos, ahora somos presa del fuego que lentamente nos rodea… Pero tenemos maneras de extinguir esas llamas… ¡Ese futuro distópico se ha convertido en presente, pero podemos, y es nuestra obligación, cambiarlo!