Con el trato que le hemos dado al río Magdalena se cumple a rajatabla eso de que “estamos pateando la lonchera”. A su valor estratégico, su inmensa riqueza hidrobiológica, su importancia ecosistémica, su generosidad y su capacidad de resiliencia, les hemos pagado de la peor forma y sin anestesia: deforestación, contaminación, degradación de los suelos, minería ilegal, ganadería extensiva, sedimentación, basura, secado de ciénagas para construir viviendas, desvío de cauces para riego y, por como si fuera poco, introducción de especies que amenazan el equilibrio y la genética de los peces endémicos del río.
Nos parece poco y, por ende, todavía es posible sacarle más jugo, que en la cuenca del Magdalena sea un ecosistema único dentro de los Andes suramericanos, donde no sólo habita el 77 por ciento de la población colombiana, sino que se produce el 80% del PIB del país, el 70% del agua para generar energía y el 70 por ciento de toda la cosecha agropecuaria.
En esa cuenca, centro de gravedad de nuestra propia historia, se configura la llamada “tragedia de los comunes”, esto es, el usufructo individual y desproporcionado por parte de unos pocos de una riqueza hidrobiológica que nos pertenece a todos. En ella habitan 233 especies de peces, de las cuales el 68 por ciento son endémicas, es decir, únicas del territorio.
En palabras de Carlos Lasso, investigador senior del Instituto Alexander von Humboldt, toda una torre de Babel hidrobiológica, en la que no hemos podido encontrar un mismo lenguaje y un único camino para proteger la cuenca más importante de los Andes suramericanos.
Y parte de no haber podido hacerlo antes es que no conocemos a profundidad cómo funciona esa cuenca y, menos, queremos conocer cómo podemos contribuir todos en la inaplazable y urgente misión de salvar el Río Magdalena.
De ahí la pertinencia, importancia y trascendencia de la reciente publicación del libro Peces de la Cuenca del Río Magdalena, Colombia: diversidad, conservación y uso sostenible, en el que participaron 58 profesionales de distintas disciplinas del conocimiento de 21 universidades de todo el país, bajo la coordinación del Instituto von Humboldt, la U. de A. y EPM.
Luz Fernanda Jiménez Segura, vicerrectora de Investigación de la U. de A., es coautora del libro y sostuvimos con ella esta conversación al natural para descubrir desde su conocimiento todo lo bueno, lo malo y lo feo que le sucede a la cuenca del río Magdalena, con el firme propósito de hacer visible, cercana y pedagógica una de las mejores investigaciones sobre la que ha sido llamada la banda transportadora más importante de Colombia, no sólo en términos económicos, sino sociales, culturales, gastronómicos, políticos y ambientales.
En términos de un ecosistema hidrobiológico, ¿cómo funciona esa banda transportadora como llaman ustedes al río Magdalena desde el concepto de cuenca?
Luz Fernanda Jiménez Segura: Creo que lo más importante es reconocer que el ordenamiento territorial del país ha estado de espaldas a los ríos y que el concepto de cuencas no se ha tenido en cuenta a la hora de planear el desarrollo de las regiones. Con el río Magdalena pasa que es de todos, pero al mismo tiempo es de nadie, no sólo en relación con lo territorial, sino a la hora de la toma de decisiones por parte de las autoridades que tienen injerencia sobre la cuenca. Existen muchos ejemplos de esa desarticulación.
Basta con mencionar un problema en una ciénaga, porque a un ganadero le dio por secarla para pastoreo, y los pescadores tienen que acudir a muchas entidades, porque ninguna toma cartas en el asunto y los van llevando de dependencia en dependencia. Nuestra gestión ambiental está tan compartimentada que los ecosistemas, así mismo, están desconectados.
¿Una banda transportadora desconectada para qué sirve?
A los investigadores que estamos trabajando sobre los recursos hidrobiológicos del río Magdalena nos sorprende la capacidad de resiliencia y de generosidad de esa cuenca. Es increíble que pese a la cantidad de cambios y de intervenciones mal hechas sobre ella todavía existan peces para la gran cantidad de personas que se benefician del río.
Hay que decirlo con claridad y contundencia: la cuenca del Magdalena no ha sido gestionada de forma eficiente y debería ser, porque allí habita cerca del 80 por ciento de la población del país, que no demanda solo alimentos, sino el agua para su sustento. Parte de la tragedia ambiental del río es que la gente confundió un sistema dinámico de vida con un tubo que lleva agua. Al Magdalena lo han gestionado como una tubería.
Cuando hablamos de una banda transportadora debemos pensarla en doble vía. En dos sentidos, cada uno que depende de la estacionalidad climática. El río siempre está llevando material y volumen de agua hacia el mar, en especial, sedimentos, basura, contaminantes y, también, peces.
En algún momento de la temporada hidrológica los peces desovan y transportan todas esos embriones y larvas hacia las zonas bajas. Pero ocurre un momento en que esa banda transportadora, en términos biológicos, se detiene y deja de ir de las zonas altas a las bajas y regresa de las zonas bajas a las altas. Así se dan las migraciones de peces. Eso es lo fascinante de conocer cómo funciona la cuenca. El río nunca se detiene.
¿Cómo restablecer esos equilibrios para que la banda transportadora no sea sometida a la presión externa de los que se “roban” el río en medio de esa fragmentación de la cuenca que es proporcional a la fragmentación de las responsabilidades de las autoridades ambientales?
El trabajo hecho por el equipo de investigadores es muy valioso, porque aborda la complejidad de la cuenca desde muchos ámbitos. No sólo en los asuntos relacionados con la biota, sino sobre sus orígenes, la caracterización del río, los conflictos por el uso de la tierra, los conflictos ambientales sobre los peces, el manejo de la cuenca, los servicios ecosistémicos, los aportes a la cultura, la gastronomía.
Ahora, en términos ecosistémicos, la gran tarea es recuperar la conectividad hidrobiológica de la cuenca y reconfigurar la conectividad institucional. Que todas las instancias ambientales y las comunidades consideren la cuenca como una unidad de manejo, incluyendo su estuario, porque río y estuario son una misma cosa.
Y, reconociendo su importancia, vale decir que muchas corporaciones autónomas regionales no han sido eficientes. Han contribuido en el compartimiento de la cuenca desde muchos ámbitos. Incluso, personalmente, creo que Cormagdalena debería asumir la gobernanza de toda la cuenta, incluido el río Cauca.
¿Esa fractura entre el conocimiento y la apropiación que se ha hecho de la cuenca no ha sido también parte de la tragedia ambiental y ecosistémica del Magdalena?
Indudablemente. Creo que no hemos logrado desprendernos de esa condición de ser “gente de montaña”. Los colombianos seguimos siendo profundamente apegados a la montaña. La mayor parte de la población del país está ubicada por encima de los 500 metros de elevación. Hay una pequeña proporción que está en las riberas o las orillas de los ríos. De ahí que la aproximación a ellos se hace o para obtener agua para los acueductos, o como alcantarillado para depositar la basura.
No hemos logrado, como academia y como grupo de científicos, influir en las decisiones que toman los ciudadanos que habitan las grandes urbes. Algo similar pasa con los tomadores de decisiones.
El libro que acaba de publicarse, entre otros objetivos, va en esa dirección…
Por supuesto. Estamos convencidos de que si logramos llegarle a la gente con esta investigación e, incluso, hacerle ajustes de tipo pedagógico y didáctico, tal como lo haremos, vamos a tener mejores resultados en torno a la gestión del río y su área de influencia.
¿Cómo podemos aportar todos en esa estrategia?
De muchas formas y todas tienen plena aplicación en el sentido de recuperar la conectividad de la cuenca. Y lo primero, repito, es dejar de pensar en el río como un tubo que lleva agua. Lamento que ahora que se ha vuelto a poner en marcha el programa de navegabilidad del Magdalena, los ingenieros lo sigan viendo como una tubería, que se interviene para remover sedimentos en algunas partes y garantizar las profundidades requeridas para que los grandes barcos se muevan.
Nosotros queremos propiciar una conversación, que es difícil pero urgente, porque está en juego la salud del ecosistema hidrobiológico más importante de los Andes. El Magdalena, como ecosistema, es el mejor escenario que podemos tener para abrir una conversación multinivel y multiactor en la construcción de una nueva visión del desarrollo sostenible.
El lenguaje del río es el lenguaje de la resiliencia y la capacidad regeneradora de la naturaleza, incluso como una fuente importante de crecimiento económico.
¿El Magdalena como un gran laboratorio de las Soluciones Basadas en la Naturaleza (SbN)?
Las cuencas como instrumentos de una nueva planificación urbana, en la que los espejos de agua son parte esencial de la vida y el bienestar de la gente. Con el Magdalena ocurre algo más trágico y es que la interacción del río y su plano inundable es una “caja negra”. No conocemos bien cómo se dan esas dinámicas. Como academia tenemos que hacer mucho más por ese conocimiento, sobre todo en la aplicación en estrategias de recuperación verde.
Necesitamos saber más sobre las coberturas de suelo y, sobre todo, no convertir muchos de esos suelos en autopistas y puentes, como ocurre en muchas regiones del país.
Lo otro es respetar los flujos del río. No empozarlo. Las hidroeléctricas lo que hacen es controlar los ríos y afectar el ritmo biológico de todas las comunidades acuáticas que se encuentran dentro de esos ecosistemas.
Y tercero, respetar esa conexión que existe del río con el plano lateral. La reducción de la pesca en el Magdalena es atribuible en un 60 por ciento a la reducción del área inundable. Luego, uno de los primeros pasos es recuperar esas áreas y permitirle al río que crezca, que inunde. Que recupere su piel. Eso tardaría unos 20 años, pero es urgente empezarlo ahora.
Uno de esos aspectos que juega en dos bandos, uno bueno y otro no tanto, tiene que ver con los repoblamientos de peces. ¿Qué ocurre en el Magdalena?
El repoblamiento de peces ha sido una estrategia válida de manejo y compensación cuando el ecosistema ya está recuperado. Dicho eso, es necesario que esa estrategia también ha sido vista con muy buenos ojos por la sociedad, en general, porque es muy efectiva en términos políticos y publicitarios, pero que trae enormes consecuencias.
Los repoblamientos han tenido consecuencias aún por establecer en su real dimensión sobre la genética de las especies. El libro trae un capítulo completo sobre este tema. Es evidente que las especies de bocachico han sufrido cambios en su estructura genética, dado que es la más usada para hacer repoblamientos, solo que no se hace en muchos casos a la escala que se necesita y a tiempos climáticos recomendables.
Ha pasado lo mismo con las tilapias, con la diferencia de que esos repoblamientos se hacen donde no existen peces, como ocurre con los embalses.
Con algo más preocupante que ustedes encontraron en el Magdalena, pues no solo la tilapia y la trucha son especies introducidas, sino que afectan todo el ecosistema…
Por supuesto y una de las equivocaciones de las autoridades pesqueras fue haberlas declarado domesticadas, en el caso de la trucha y la tilapia. Hemos enviado mensajes muy dañinos a las comunidades y van en contravía de todas las políticas formuladas para el control de las especies invasoras. Estamos a punto de terminar otra investigación sobre ese tema con pares de Brasil y hemos encontrado en el Magdalena una serie de especies invasoras jamás vistas.
Nuestro gran río está lleno de puntos rojos dentro del mapa de especies invasoras en Suramérica.
De hecho, hemos expresado a las autoridades pesqueras nuestra preocupación por el fomento y la posible legalización del cultivo de peces basa, sin asegurar el buen manejo de esos cultivos, pues muchos campesinos no tienen las infraestructuras necesarias para evitar fugas de los estanques. El pez basa es omnívoro y puede provocar cambios dramáticos sobre otras especies de peces y sobre las plantas.
Ahora, además de esas amenazas provocadas por la fragmentación, la contaminación de las aguas, el uso abusivo de sus caudales, el repoblamiento poco técnico de especies y la sedimentación hay que sumarle otra más crítica y extendida: la deforestación. ¿Cómo articular los programas del Gobierno sobre reforestación con los planes de manejo de la cuenda del Magdalena?
Primero, reconocer el esfuerzo que se hace para sembrar 180 millones de árboles en cuatro años, pero considero que es una meta muy pequeña comparada con las necesidades que existen en recuperación de zonas degradadas y deforestadas. Aún así, recomendaría comenzar por recuperar las zonas de borde y de ladera, que es donde se dan las mayores afectaciones por las inundaciones.
Dada esa magnitud, 180 millones de árboles es muy poco y, además, no conocemos cuáles son las especies y cuál es su tamaño. Hay coincidencia en el grupo de investigación que más que reforestar es urgente restaurar y regenerar.
Una regeneración de los ecosistemas que haga posible cambiar nuestra forma de ver la riqueza natural que tenemos y, por ende, acordar un nuevo modelo de desarrollo, partiendo de una evidencia contundente: somos un país anfibio…
Deberíamos comenzar por aceptar nuestros errores y tener la capacidad ética y política de enmendarlos. Pasar de una cultura en línea a una cultura anfibia, que está estrechamente ligada a la esencia de la vida.
Yo hago esta pregunta: por qué las comunidades asentadas a lo largo del Amazonas no sufren las inundaciones que sí se dan en otras cuencas. Y creo que la respuesta es clara: porque esas comunidades viven con el río, no contra él. Basta con conocer la forma en que construyen sus viviendas para entenderlo mejor. Yo creo que la cuenca del Magdalena exige y necesita una nueva mirada, porque ese río es Colombia misma.