La tragedia en Tasajera, Magdalena, donde hasta ahora han fallecido 35 personas que sufrieron la explosión de un carro tanque cargado con combustible en la vía entre Santa Marta y Barranquilla, es solo una de las miles de heridas abiertas desde épocas de la colonia en Pueblo Viejo.
Enclavado en el corazón de la Ciénaga Grande del Magdalena, Pueblo Viejo es la foto real del abandono estatal, la miopía de la planificación urbana, la corrupción gubernamental y el desconocimiento antinatural de uno de los ecosistemas bióticos más importantes del país.
Tasajera, corregimiento de Pueblo Viejo, es la imagen viva de lo que no es posible aceptar en un país que se ufana de ser un Estado Social de Derecho. Pueblo Viejo, como tantas otras zonas del Caribe y de Colombia, es un “estado de cosas inconstitucionales”.
Y lo es, no desde la semana pasada cuando el país observó impávido la explosión del carro tanque y la muerte en masa de humildes pescadores, sino desde el Siglo XVI, cuando fue fundado.
Las guerras, incluida la de los Mil Días, han sido pan de cada día en un territorio único y biodiverso, donde no sólo la disputa política llevó a que quemaran el pueblo a comienzos de siglo XIX, sino que, de turno en turno, los grupos armados ilegales se han repartido la inmensa riqueza del territorio. En la mitad, una población de pescadores con la más alta capacidad de resiliencia, organización comunitaria, conocimiento ancestral, ganas de salir adelante y, sobre todo, víctimas del desarreglo institucional del país.
Pueblo Viejo, con Tasajera como botón de muestra, está moribundo hace décadas. Y sus heridas no sanarán pronto, porque los impactos son devastadores. Sobre su espejo de agua milagrosa, en el que los peces, las ostras y los camarones brotaban a montones y eran vida para las comunidades y hasta para exportar, el gobierno atravesó una carretera en doble calzada entre Santa Marta y Barranquilla y el desangre ecológico comenzó a expandirse con la misma velocidad de la gasolina que explotó en Tasajera.
El país llora, con justa causa, la muerte de esos 35 pescadores, pero pronto olvidará la sentencia de muerte que le han hecho a la Ciénaga Grande desde que rompieron los hilos de su historia y con ellos el tejido social de una comunidad que se resiste a morir en el abandono. La única capacidad institucional que ha existido en Pueblo Viejo es la que han conformado sus comunidades, pescadores e indígenas.
Esa carretera, y otras vías paralelas al río Magdalena, rompieron un ciclo vital del agua en la Ciénaga, pues impiden el abrazo natural de las aguas dulces del río con las saladas del mar Caribe, indispensables para la vida del ecosistema marino, de los humedales y el manglar.
De ahí resulta la paradoja: una riqueza natural que se convirtió en trampa de pobreza para sus habitantes, mientras la institucionalidad vende humo y habla de desarrollo por cuenta de una vía que más bien parece una cicatriz perpetua sobre el mapa de Colombia.
La muerte lenta de la Ciénaga es el grito agónico también de Tasajera y su Pueblo Viejo. Un grito que baja desde lo más alto de la Sierra Nevada e inunda los ríos que de allí descuelgan hacia la Ciénaga, pero que también se rinden impotentes ante la desidia estatal, la corrupción institucional y el desprecio por su gente.
El profesor e investigador de la Universidad del Magdalena, Rasine Ravelo, no duda en afirmar que Pueblo Viejo es una especie de Haití suramericano, un Alto Baudó en el Caribe, que pese a su riqueza natural tiene los más altos índices de pobreza multidimensional del país. Está a menos de media hora de Santa Marta, pero hasta allí solo llegan los políticos cada vez que hay elecciones y los gobiernos cada vez que necesitan abrir nuevas heridas sobre el territorio de la Ciénaga.
Pese a ser declarado sitio Ramsar y haber sido el primer gran proyecto de conservación financiado con recursos de cooperación internacional, la Ciénaga Grande de la Magdalena no tiene plan de manejo ambiental y los latifundios para los cultivos de banano, palma africana y arroz condenaron a la informalidad a más del 60 por ciento de sus habitantes (32.000, según Censo del Dane, 2018).
Pueblo Viejo no tiene acueducto ni alcantarillado, los residuos sólidos están por todas partes y fungen como carreteables en medio de las casas de tablas y tejas de zinc. La cobertura sanitaria es casi inexistente y la educativa no llega al 65 por ciento. Un dato dramático si se tiene en cuenta que el 54 por ciento de la población es menor de 24 años y el 36 por ciento menor de 14. En otras palabras, juventud no futuro.
La interrupción del ciclo natural del agua en la Ciénaga no sólo acabó con la riqueza pesquera y el equilibrio del humedal, sino que la salinización de los suelos provocó la extinción de cientos de especies y los manglares son cadáveres insepultos entre los hermosos paisajes del Caribe.
A la Ciénaga le han declarado la muerte desde el mismo momento en que de desconocieron sus derechos. El agua se volvió paisaje, se evaporó. Como se evaporan las promesas del gobierno y los compromisos con sus comunidades. Esa es la otra tragedia de la región.
El conocimiento ancestral acumulado durante siglos por los pueblos indígenas y las comunidades de pescadores respecto del ciclo del agua y la protección de la Ciénaga ha sido ignorado por todos, pues la deficiente institucionalidad, no exenta de corrupción y connivencia con los grupos armados ilegales, son contaminantes adicionales y devastadores.
No existe una política pública del agua, no hay planes de manejo ambiental en los planes de desarrollo y la disputa armada por el territorio, desde el ELN y las Farc hasta los paramilitares, ha provocado el desplazamiento de cientos de miles de líderes sociales y comunitarios y, con ellos, parte del frágil escudo social contra la desidia y el abandono.
El capital social que se creó cuando se fundó Pro Ciénaga también se dilapidó y fue caldo de cultivo para la llegada de todas las plagas: violencia, corrupción, saqueo, despilfarro y olvido estatal.
Aun así, Pueblo Viejo sigue de pie, casi moribundo, llamando la atención de la comunidad internacional, la academia, los empresarios, los líderes políticos y, en especial, del gobierno central para que no sólo se restablezca el equilibrio ecosistémico de la Ciénaga Grande, sino el equilibrio social y económico de sus habitantes.
La recuperación de la vida en Tasajera, en Pueblo Viejo, en todo el Magdalena, no depende de los médicos que siguen luchando por los heridos de la explosión. Depende de un pacto de todo el país con uno de los últimos respiradores naturales que le quedan para sobrevivir y mitigar los impactos que ya son evidentes por cuenta del cambio climático. No esperemos a que sea demasiado tarde para devolverle la vida a la Ciénaga Grande de la Magdalena, que es la vida del planeta.
(*) Este análisis es producto del conversatorio realizado (julio 10) por la Facultad de Administración y la Escuela de Gobierno de la Universidad de Los Andes, con la participación de los expertos Sandra Vilardy, Patricia Ruiz, Sebastián Restrepo y Rasine Ravelo. Moderador: Pablo Sanabria.